El país debe al presidente López Obrador el pensarse en la historia. Igual ocurrió con López Portillo y un poco menos con Luis Echeverría. Más allá del maniqueísmo y de los errores en la interpretación del devenir nacional es inevitable la reflexión sobre cómo habrá de apreciarse esta circunstancia en el tiempo por venir. El Presidente presume que está haciendo historia porque por primera vez hay un compromiso sin concesión a favor de los pobres y contra la corrupción, lo que habría de ubicarlo en un lugar luminoso.
Para quienes piensan que el país va muy mal, el señalamiento reprobatorio sería al presidente López Obrador, quien incumplió su cometido por la equidad social y la probidad, acompañado del deterioro de las instituciones y valores de la democracia. Esa idea suscrita por un polo de la sociedad es imprecisa; el juicio crítico debe incorporar también a la sociedad y a su élite.
La elevada popularidad del Presidente a contrapelo de lo fallido de su gobierno constata no el engaño, sino la empatía de la visión presidencial con la de buena parte de los mexicanos. Lo de la élite se explica por lo acomodaticio de ésta y la crisis que cada segmento padece resultado de la transformación social. Dos ejemplos lo ilustran: la prensa y la tv abierta respecto al desafío de la información digital, y la iglesia católica por no haber advertido desde hace tiempo una descomposición profunda en su interior. Desde luego que prensa, tv e iglesia habrán de superar la adversidad, pero las cosas no serán como antes.
La perspectiva histórica no se hace en el vacío, hay un contexto que define, revalora, legitima, discrimina y castiga. Dependerá de lo que ocurra después de 2024 para que el prisma bajo el que se observe el pasado presente un razonable balance. La verdad y la objetividad se construirán con el mapa de poder que definirá el porvenir. Aunque el proyecto en curso prevaleciera en las urnas, es imposible su continuidad, por la sencilla razón de que casi todo pende del singular e irrepetible estilo de gobernar de quien ahora mora y despacha en Palacio Nacional.
El fracaso de México no solo es del actual gobierno, también del anterior y de los de antes o después de la primera alternancia. Las razones y las causas son profundas y tienen que ver con las insuficiencias de la democracia y especialmente el desdén a la dimensión liberal. En el siglo pasado hubo intelectuales quienes destacaron la debacle ética, política y material del sistema que sucedió a la Revolución. Daniel Cosío Villegas, Octavio Paz y Pablo González Casanova, entre muchos otros. La narrativa de Carlos Monsiváis la volvió tragicomedia. Enrique Krauze y Aguilar Camín actualizan el argumento crítico.
La causa liberal se perdió en el tiempo. La mató muy temprano la obsesión modernizadora del porfiriato y su diseño político autoritario, elementos que habrían de reproducirse en el régimen de la Revolución, que con el partido del gobierno resolvió civilizadamente la sucesión presidencial, pero no la representación democrática. Mucho contó la obsesión por la justicia social, como ahora ocurre. No hay coartadas para alcanzar la equidad, es el resultado histórico de muchas luchas en muchos frentes. Las fijaciones históricas de López Obrador son las de muchos mexicanos, de allí la empatía con el líder, mucho más cuando se recrea con las actitudes religiosas que se han incubado en las profundidades del alma nacional.
La crisis mayor de México, a lo largo de su historia, es la negación de los valores y principios del liberalismo, simiente de una democracia vigorosa. Libertades y estado de derecho siguen siendo aspiración, se desconfía de los equilibrios y contrapesos y hasta del escrutinio al poder. La apuesta sigue siendo la del salvador de la patria, del hombre providencial, aquél que habrá de redimirnos de nuestras culpas y, sobre todo, de nuestras responsabilidades.
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