Cultura

El derecho a delinquir

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Luis M. Morales

Cuando Estados Unidos invadió México en 1846, los anexionistas yanquis invocaron el “derecho de conquista” que, según ellos, los autorizaba a traer los beneficios de la civilización a un pueblo hundido en el caos por culpa de sus malos gobiernos. Trescientos años antes, los españoles habían esgrimido el mismo derecho para conquistar el Nuevo Mundo, con una coartada moral más fuerte: la evangelización. Como ambas potencias ennoblecieron su rapacidad con una retorcida argumentación jurídica, los mexicanos hemos desarrollado una comprensible alergia a las tentativas por legalizar la ilegalidad.

A pesar de esa amarga experiencia histórica, va ganando terreno una corriente de opinión que no sólo busca justificar, sino aplaudir la delincuencia en nombre de la igualdad. Un amplio sector de la población cree ya que la injusticia social otorga implícitamente a sus víctimas el derecho a delinquir, pues no les deja otra alternativa para tener una vida digna. El ascenso meteórico de los grandes capos del hampa contribuye sin duda a popularizar esa creencia, compartida también por los caudillos populistas. Al inicio de su mandato, Hugo Chávez declaró: “si fuera pobre sería delincuente”. Desde entonces, el ejército se mimetizó con el hampa de Venezuela y ahora el régimen bolivariano es un estado fallido, donde el crimen organizado controla ya gran parte del país, incluyendo los barrios aledaños al palacio de Miraflores, la residencia oficial del dictador Maduro (véase el excelente reportaje de Joaquín Villalobos “Soberanía criminal”, Nexos, septiembre 2021).

En la misma tesitura, López Obrador bendijo a la delincuencia con el eslogan “el narco es pueblo”. Más ingratos que Lilly Téllez, los criminales le han correspondido con una nueva modalidad terrorista para calentar plazas: disparar indiscriminadamente contra los peatones, sean niños o adultos, como sucedió hace poco en Reynosa, Iguala y San Cristóbal de las Casas, mientras la Guardia Nacional duerme en sus cuarteles. La posibilidad de que una parte del pueblo sojuzgue a otra no tiene cabida en los esquemas ideológicos del Presidente. ¿Cuántos miles de ejecuciones harán falta para obligarlo a reconocer que el pueblo no es una entelequia sagrada, sino una pluralidad compleja?

Dos exitosas películas recientes, El guasón y El tigre blanco, proponen destruir el podrido sistema capitalista con el retorno a la ley de la selva. La calidad artística de ambas no las absuelve de sostener una tesis nefasta. Infinidad de jóvenes adoctrinados por ese tipo de cine tienden a creer que la vendetta justiciera es el mejor camino para construir una sociedad igualitaria. Más lúcido y cínico, el nihilista Max Stirner, autor de El único y su propiedad, la biblia del anarquismo egoísta, propuso la creación de un derecho fundado en la premisa: “Muera el pueblo, ¡viva yo!”. La implantación de ese régimen no significaría la abolición de la propiedad sino su concentración en manos de quien pudiera arrebatarla. “El derecho reside en mí, fuera de mí no hay derecho. Es posible, por lo tanto, que mi derecho no sea justo para los demás: que se defiendan como puedan”. Como ese derecho predomina ya en el 35 por ciento del territorio nacional, según el general Glen D. VanHerck, jefe del Comando Norte de Estados Unidos, los mexicanos conocemos de sobra sus consecuencias: quienes mejor se defienden son los ricos que contratan seguridad privada; los pobres tienen que volverse esclavos de los matones si no quieren terminar en una fosa clandestina.

Albert Camus advirtió en El hombre rebelde que la anarquía egoísta desemboca en el suicidio colectivo y en México estamos confirmando su predicción. Cuando una parte del pueblo vive con la pistola en la sien, la responsabilidad intelectual es más importante que nunca, pues cualquier compositor, guionista o demagogo puede echarle más gasolina al fuego si tiende a idealizar o disculpar la criminalidad. El estereotipo del bandido noble perdió vigencia en la realidad (los Zetas le dieron el tiro de gracia), pero la sigue teniendo en las teleseries y los corridos. Quienes usufructúan esas leyendas saben que los capos no encabezan una revuelta popular, pero su negocio consiste en mantener viva esa ilusión. Contrarrestar la apología del crimen es la gran batalla cultural que deberían dar al unísono las televisoras públicas y privadas, pero esa urgente cruzada ni siquiera figura entre las prioridades de un gobierno que pretende abatir los índices delictivos con becas para construir el futuro, mientras el hampa lo destruye en todos los municipios bajo su control. El derecho a delinquir nunca llegará a la Constitución pero ya se infiltró en la conciencia social. Ojalá no sea demasiado tarde para sacarlo de ahí.

Enrique Serna

* Autor de El vendedor de silencio

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Enrique Serna
  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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