El escándalo que ha provocado en España una aparente infidelidad de la reina Letizia, descubierta por una indiscreción de su presunto amante, el empresario Jaime del Burgo, demuestra que uno de los rasgos fundamentales del donjuanismo, la jactancia erótica, sigue teniendo plena vigencia en los países de habla hispana, y quizá en el mundo entero. Según la autonombrada “prensa del corazón”, Letizia fue novia del empresario varios años antes de casarse con el rey Felipe VI, pero las brasas seguían encendidas después de la boda y a pesar de las dificultades para verse en secreto, siguieron teniendo encuentros furtivos en distintas capitales de Europa, cuando la apretada agenda de la reina lo permitía. Entre 2012 y 2016, Del Burgo estuvo casado con la hermana de Letizia, Telma Ortiz, pero tras el divorcio siguió frecuentando a Letizia, que al parecer recayó en sus brazos. Debió callar ese adulterio para no perjudicarla, pero el 2 de diciembre, harto ya de ocultar el mejor trofeo de su colección, publicó en la red social X una selfie de Letizia con una pashmina negra, acompañada por un recado íntimo de la reina: “Amor, llevo tu pashmina. Es como sentirte a mi lado. Me cuida, me protege. Cuento las horas para volver a vernos. Amarte. Salir de aquí. Tuya”. Horas después borró el tuit, pero el daño ya estaba hecho.
Quizá el machismo sea exhibicionista por naturaleza, pues el móvil secreto de muchos donjuanes, desde que emprenden una conquista, es un férvido anhelo de pavonearse como galanes irresistibles. Aunque haya estado ebrio cuando publicó ese tuit, el amante de Letizia debería llamarse Jaime del Burdo, pues en vez de cosechar aplausos y envidias exhibió su narcisismo ramplón. Pero Letizia no es la primera reina de España expuesta al descrédito público por un amante engreído. A principios del siglo XVII, un personaje mucho más interesante que Del Burgo, el conde de Villamediana, uno de los grandes poetas del barroco español, se ufanó también de haber conquistado a Isabel de Borbón, la esposa de Felipe IV, pero al menos encontró una manera ingeniosa de hacerlo: se presentó en un baile de la corte con una capa de guadamecí cubierta de reales de oro, que llevaba entretejida la leyenda: "Son mis amores reales", en alusión a su suerte en el juego, pero también a sus lances de alcoba. Las provocaciones del conde habían comenzado meses atrás, cuando montó en los jardines del palacio de Aranjuez el espectáculo teatral La gloria de Niquea, donde los miembros de la familia real fungían como actores. Según la leyenda, él mismo incendió la costosa escenografía para darse el gusto de salvar a la reina en sus brazos.
Por atrevimientos como éste, los enemigos de Villamediana le montaron un proceso por sodomía ante el Consejo de Castilla que según su biógrafo Luis Rosales fue una maniobra política para golpearlo donde más le dolía: en su reputación de macho alfa. Pero Villamediana no vivió lo suficiente para comparecer ante la ley por ese infundio, pues en 1622 un sicario lo asesinó de una estocada en Madrid, cuando iba en carruaje por la calle de San Ginés. La personalidad de Villamediana y su trágica muerte han cautivado a los escritores de varias generaciones. Entre las obras más importantes sobre su vida destacan el drama en verso de Joaquín Dicenta Son mis amores reales y el poema de Pablo Neruda “El desenterrado”.
Quien haya visto los retratos de Felipe IV pintados por Diego Velázquez no podrá culpar a la reina Isabel por haber engañado a semejante adefesio. Y aunque Felipe VI sea un hombre mucho más apuesto, la reina Letizia tampoco se merece el linchamiento del que ha sido objeto por parte de la prensa conservadora. Como dijo Federico Engels, “el matrimonio es una cadena tan pesada que para cargarla se necesitan cuatro personas”. Al rey de España también le han imputado infidelidades, pero tuvieron mucha menos resonancia mediática, pues un amplio sector de la sociedad sigue creyendo que las aventuras extramaritales de un varón revisten menos gravedad que las de una dama. Ojalá Felipe VI tenga la nobleza de perdonar este cuerno, como seguramente la reina le ha perdonado otros. El caso de Letizia coloca en serios apuros a la facción puritana del movimiento feminista, que a últimas fechas ha llegado el extremo de condenar cualquier relación entre un hombre maduro y una muchacha, aunque no haya coacción de por medio y la mujer sea mayor de edad. Combatir la lujuria del macho depredador con argumentos dignos de una madre superiora las convierte en rehenes de su propia moralina. Como dijo el filósofo Alvaro Carrillo (tan resignado a la cornamenta que agradecía las mentiras de sus mujeres), “en este mundo tan profano, quien muere limpio no ha sido humano”. No son las damas virtuosas, sino las pecadoras como Letizia, quienes más necesitan el respaldo del feminismo.
