Despertó. Efraín abrió los ojos. Sentía el rostro tieso, rígido, y una terrible sed; en la pequeña habitación, hasta la madrugada atestada y volátil, imperaba la desolación: botellas botadas en el suelo: de refrescos, ron, whisky, vino, tequila…
Efraín escuchó que accionaban la palanca del inodoro; se abrió la puerta y una mujer de negros cabellos, cubierta con una cobija, salió sólo para entrar en otra de las habitaciones, cerrando tras de sí con estruendo y profiriendo chingaos y mentadas sin medida:
–P’al qué guste, pa’ todos alcanza y si no, tengo más pa’ que no chillen –profirió adelantando los senos.
Nacho y Paco platican; cada cual con una cuba en la mano, a la que dan ocasionales sorbos y una calada, “las tres”, al cigarrillo de mota.
El resto de bebedores bajó al patio de la unidad habitacional. La alarma del vocho de uno de ellos se activó y –no vaya a ser el diablo–, fueron en tropel para enfrentar a posibles atracadores.
Nada, nadie. Subieron. Empuñaron sus vasos. El barullo reinició con mayor intensidad, plagado de preferencias futboleras, añoranzas amorosas, pleitos vecinderos.
–Miren, ya se durmió el Dientes…
Efraín entreabrió los ojos y balbuceó:
–Ya los oí, eh, los estoy mirando.
Luego volvió al sueño, aunque estaría a disposición de los presentes y sus ocurrencias. Alguien subió el volumen del tocadiscos y sonaron The Doors: "Hello, I love you,/ Won't you tell me your name?/ Hello, I love you/ Let me jump in your game”...
El cartucho se cimbró. A los saltos del personal se añadieron aullidos feroces y gritos de guerra apache. A Jim Morrison le hicieron coro destemplado que estremeció la densa atmósfera, nutrida por humo de cigarrillos de tabaco y marihuana. Los vasos entrechocaban y el grito era unánime: salú.
Efraín se esforzaba por no dormir, aunque el cansancio lo vencía. Comenzaron la farra a la hora de la comida, cuando el mesero colocó al centro una pata de elefante de ron. Decidieron migrar con todo y galón hacia el departamento de Nacho, en la parte alta de Tacubaya.
Ahí descubrieron a Efraín los primeros rayos del sol. Él solo en el cuartucho. Su vaso con medio trago aún. Estiró la mano y lo bebió de un sorbo. Sintió como un calorcillo reparador lo invadía. Ahhh. ¿Dónde estarán los demás? Asomó por la ventana. El Volkswagen de Arturo coronaba el montón de basura. Entrecerró los ojos y la escena de un grupo de borrachos empujando un vocho hasta dejarlo en la cumbre del basurero se proyectó en sus párpados. Luego, como apaches de película, danzaron, aullaron alrededor del auto hasta que se aburrieron y volvieron al departamento.
Efraín bajó y se encerró en el water y los escuchó pasar animados hacia la calle. Ante el espejo se descubrió con el rostro cubierto con pintura vinílica roja. Qué culebras. Ojeis. Por más que se frotó sólo pudo despintarse alrededor de los ojos y la punta de la nariz. Volvió al departamento, pero la puerta estaba cerrada. Tocó. Nadie. De nueva cuenta, la mujer de negros cabellos salió de una sólo habitación y entró en otra. Efraín con su mochila al hombro. Se fue rumbo a la estación más cercana del metro, evadiendo la mirada curiosa de los transeúntes. Sobre el basurero, un vocho.