Sociedad

El rumor repulsivo de la vida

Y llega de mañana Cristina hasta el centro de la Monstruópolis, escala hasta el tercer piso donde ya le aguardan la tiesa bata de mezclila azul marino, con una bolsa a cada lado; la pluma y la libreta donde anotará el modelo cada pieza de bisutería defectuosa para devolverla al proveedor y solicitarle el cambio.

Control de calidad llaman a su labor, y 12, 14 horas pasa allí, con una pausa de 15 minutos, pasado el mediodía, para que de su bolso extraiga la bolsa de papel que contiene una torta de frijoles refritos y un par de huevos revueltos con cebolla picada. Pasa bocado dando sorbos a su botella de un litro con agua de limón.

Junto a Cristina, media docena de mujeres realizan similar tarea. Sueldo: mil 100 pesos semanales. Ingresa a las ocho de la mañana y para llegar sin retardo se descobija a las cinco de la mañana; sobre la estufa calienta una cubeta con 10 litros de agua; mientras, Cristina plancha pantalones y blusa, luego a jicarazos se asea, seca el baño y procede a cepillarse el pelo y a maquillarse con sencillez.

Prepara la torta de huevo con frijoles, la pone en la bolsa de papel y la guarda en la mochila. Entre la penumbra camina hasta la avenida Peñón y se integra al grupo que aguarda el camión rumbo al Metro. Aborda tras media hora de empujones hasta que, casi en vilo, logra viajar; en el paradero Pantitlán se integra a las miles de personas que corren, se atropellan, transponen los torniquetes y en el atiborrado andén a codazos abordan el tren.

La hora de viaje se va en un suspiro. Empapada con sudor propio y ajeno Cristina se detiene a la salida del Metro Allende, pide un café con leche y un pan de dulce: su desayuno. Sacude las boronas de su pecho y a paso raudo ingresa al centro de trabajo en el México viejo donde, como en el poema Antígona de Slavoj Žižek, “Solitaria, una roca se alza entre la hierba./ Pero cuando las manos de un hombre la levantan,/ insectos, cucarachas, el rumor repulsivo/ de la vida se ofrece a la humana mirada.” En Mecsicou la roca es de bisutería.

Cristina, a sus 26 años, es una anciana precoz, malhumorada, sin mayor deseo que el de concluir la jornada el sábado y emprender el retorno a casa, invitar a su madre y sus cuatro hermanos a las quesadillas de doña Vicenta y luego del banquete en el barrio de Herreros, Chimalhuacán, caer molida en el camastro hasta la mañana del otro día.

El lunes, otra vuelta de tuerca: de grandes cajas de cartón extrae y clasifica en charolas joyas de fantasía de precios muy económicos, para las fantasiosas consumidoras de dijes, broches, aretes, pulseras, medallones, anillos, collares, broqueles, motitas, cadenas para el cuello, argollas, donas para la cabellera y cientos de chucherías más para ellas, elaboradas con latón, cerámica, cristal, plástico, gamuza, cuero…

Sale Cristina del Metro y en el paradero aborda el autobús que la devuelve al barrio de Herreros entrada la noche; su madre le sirve la cena (comida que le apartó en un tupper antes que sus hermanos arrasaran con ella) y un vaso de leche caliente con café soluble.

—Gracias, ma. Me voy acostar porque me muero de sueño. Beso, acuéstate ya...

* Escritor. Cronista de Neza

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Emiliano Pérez Cruz
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