En nuestra época, donde los espacios digitales se han poblado de internautas siempre conectados, la Inteligencia Artificial (IA) se ha convertido en una herramienta poderosa, para bien o para mal. Su orientación depende de su uso y los fines que se persiguen.
Partiendo así de la base de que ningún desarrollo es neutral, se han analizado ya los desafíos sociales, económicos, políticos y éticos de la IA: sin embargo, poco se ha dicho sobre el impacto ambiental que genera.
Desde este enfoque, es evidente que la IA no solo es una herramienta para el progreso, sino también un factor de presión sobre los ecosistemas. La construcción y el funcionamiento de centros de datos, que son el núcleo del procesamiento de información digital, consumen enormes cantidades de electricidad y recursos naturales.
En 2022, se estimó que estos centros utilizaron el 1.3% de la electricidad global, lo que equivale a las emisiones de carbono de industrias enteras. En economías como Estados Unidos y China, su impacto es aún mayor, llegando a representar entre 2% y 4% del consumo total de energía.
Además, el desarrollo de la IA y otras tecnologías digitales requieren de la extracción de minerales como el litio, esencial para la fabricación de dispositivos electrónicos.
La sobre explotación de estos recursos ha generado conflictos socioambientales, especialmente en América Latina, donde se encuentran grandes reservas de estos materiales.
El modelo extractivista en la región amazónica, por ejemplo, no solo destruye ecosistemas, sino que también vulnera los derechos de comunidades indígenas que ven sus territorios amenazados por la expansión de la industria tecnológica.
Otro aspecto preocupante es la creciente cantidad de residuos electrónicos generados por la rápida obsolescencia de los dispositivos digitales. Cada teléfono inteligente, por ejemplo, contiene hasta 1,000 componentes distintos, cuya producción y posterior desecho generan toneladas de residuos contaminantes conocidos como “e-basura” (basura electrónica) de difícil degradación y altamente contaminante.
El problema se vuelve aún mas apremiante si consideramos que en 2024, se estimaba la existencia en todo el mundo de 8.65 mil millones de teléfonos celulares móviles conectados y de 1.73 mil millones de otros dispositivos como PCs, laptops y tablets, una cifra que solo tiende a crecer.
El desafío radica en encontrar un equilibrio entre el avance tecnológico y la preservación del medio ambiente.
La IA puede ser un gran aliado en la lucha contra el cambio climático, pero solo si su implementación se realiza de manera responsable. Es imperativo que gobiernos, empresas y sociedad civil trabajen juntos para fomentar el uso de energías renovables en la infraestructura digital, reducir la obsolescencia programada y promover una economía circular en el sector tecnológico.
Como bien señala el Papa Francisco, el verdadero progreso no puede medirse únicamente por el crecimiento económico o el desarrollo tecnológico, sino por su capacidad de generar un mundo mejor para todos.
La IA, al igual que cualquier otra herramienta creada por el ser humano, debe estar al servicio del bien común y no convertirse en un nuevo motor de desigualdades y degradación ambiental. Asegurar un uso adecuado de la IA con una conciencia ecológica ayudará encontrar el equilibrio entre la realidad de lo humano y la digital; ambas, intrínsecamente conectadas.