Con el transcurrir del tiempo en pandemia han salido a flote muchas consecuencias de los prolongados tiempos de confinamiento, de la ansiedad y angustia de sabernos en riesgo y saber a los nuestros en peligro, de los huecos que se abrieron al quedar nuestras vidas en pausa y de los espacios vacíos habitados por múltiples ausencias de quienes ya no están entre nosotros. Estas consecuencias han afectado los modos en que hemos aprendido a seguir viviendo, algunas veces hemos logrado adaptarnos y otras más aún no terminamos de asimilar la vida ahora.
Al menos en tres rubros los seres humanos experimentamos y seguiremos experimentando las secuelas de haber vivido una pandemia como nunca antes cubierta por los medios de comunicación a los que nadie nos escapamos.
El primer de ellos es el ámbito psicológico. Nuestras mentes sufrieron grandísimos traumas que obligaban a pausar la vida y a detenerse ante algo misterioso que no conocíamos pero que acechaba todo el tiempo y todos los días. Es común hoy todavía ver el miedo de algunas personas, especialmente adultos mayores, que temen salir a la calle y recuperar espacios y rutinas. Aún hoy flota en el aire el temor a exponerse y ser infectado por un virus omnipresente pero invisible. Vivimos muchos meses pensando que el único lugar seguro era nuestra casa y que había que encerrarnos y no permitir la entrada a nadie para permanecer con vida y esta ansiedad ante lo que no se ve ni se detecta pero que es potencialmente mortal provocó fobias de grandes dimensiones que ni las vacunas, ni las medicinas y la pérdida de fuerza del virus pueden quitar. Tal parece que el miedo se instaló en nuestras vidas y ahora cuesta mucho soltarlo.
El segundo rubro de afectaciones es el físico, es decir, sabemos que las consecuencias de haber tenido covid-19 pueden perdurar muchos meses después, incluso un año o más y que éstas suelen asociarse a problemas de pérdida de memoria y falta de concentración, menor capacidad respiratoria, cansancio y/o fatiga, inflamación en vías respiratorias altas y bajas y hasta en estructuras cardíacas. No es de extrañar que cada vez son más frecuentes las noticias de personas jóvenes y aparentemente sanas que sufren un infarto y mueren. Es probable que hayan pasado covid-19 y hayan sido asintomáticos pero su sistema cardiovascular haya quedado afectado, de ahí la importancia de que acudamos al médico regularmente sin esperar, como es costumbre, a sentirnos mal para hacerlo.
Derivado de estas secuelas, es comprensible que las personas tengan más dificultad para acordarse de las cosas, retener información o realizar tareas que antes hacían casi automáticamente. Es como si el aletargamiento de la vida en cuarentena se hubiera trasladado a la mente.
Finalmente, el tercer rubro de consecuencias y que se relaciona directamente con el primero, es el emocional. Tantas relaciones que se quedaron pasmadas y en suspenso cuando tuvimos que encerrarnos en casa; las personas que dejamos de ver, la familia que dejamos de abrazar, los amigos con los que dejamos de reír. Estas muchas historias que se quedaron suspendidas en un tiempo indescifrable son hoy, saldos que pesan cuando intentamos recuperarlas y seguir adelante. Las ausencias y los silencios de quien ya no se sienta a la mesa a compartir la comida generan profundo dolor y tristeza, tanto, que pegan los pies al suelo y no permiten retomar el paso.
Muchas han sido las secuelas de este tiempo de pandemia; algunas agudizadas por los medios de comunicación masivos, pero tal vez sea tiempo de usarlos a nuestro favor y así como fueron capaces de brindar información cruda pero real que hacía que el miedo se metiera muy dentro, hoy puedan ser medios efectivos para hacer que la serenidad prudente habite de nuevo en nuestras casas y ayudarnos a lidiar con nuestros propios fantasmas con realismo y objetividad pero también con paciencia y empatía.
María Elizabeth de los Rios Uriarte