La historia y transformación de Bilbao ha sido como la de muchos de nosotros: un vaivén entre lo que fue y lo que es con una integración tan perfecta que seduce a cada esquina e invita a quedarse ahí por días, o quizá para siempre.
De ser una ciudad industrial a donde llegaban los grandes navíos a descargar importaciones que se abrían paso por entre el estrecho canal del Nervión y, por consiguiente, desprendía un olor putrefacto, un vapor grisáceo y denso que, conjugados con el mal clima tan típico de la región, hacían de Bilbao una ciudad triste y desairada. Un rincón del mundo a donde nadie habría escogido ir de no haber sido por tener familia ahí.
La genialidad del arquitecto Frank O Ghery en 1997 despertó la posibilidad de hacer de ese recóndito lugar opaco, uno brillante y vibrante. La construcción del Museo Guggenheim de pronto causó un cambio de paradigma, para unos chocante y para otros sumamente atractivo. El museo y su estructura metálica posmoderna que refleja los tonos del cielo y de la ría en un abanico policromático, hizo que Bilbao resucitara al grado de ocupar, hoy día, el tercer lugar en las ciudades que cuentan con mejor calidad de vida en España.
Sus 350 mil habitantes conviven diariamente en este lugar que esconde tantos secretos sólo dispuestos a ser contemplados por quienes la conocieron antes y la conocen -de nuevo- hoy.
La reforma arquitectónica ha sido sorprendente: conservar el paisaje urbanístico típico de los edificios habitacionales de largas ventanas y balcones estrechos con la modernidad de los rascacielos que sobresalen desde cualquier punto en donde se ubique el espectador le ha dado ese toque exquisito de elegancia que la convierten en una ciudad de vanguardia.
La inversión en la remodelación de espacios públicos sobre todo parques y plazas que ofrecen internet gratuito y de buena calidad, áreas verdes bien cuidadas, pistas para caminar y otras para andar en bicicleta, alumbrado adecuado, un paseo a lo largo de los varios kilómetros de la ría que atraviesa la ciudad con su andadera blanqueada, sus vistas inigualables del museo y de los montes de alrededor que atraen por su verdor y su bruma ligera.
Los puentes que conectan ambos lados de la ría, unos más conservadores como el que se levantaba antaño para dejar pasar los grandes navíos industriales, el que representa el perfecto maridaje entre la ciudad antigua y la moderna, el puente Santiago Calatrava y el que sale de la prestigiosa Universidad de Deusto y conecta con su biblioteca al otro lado: el lado de la Bilbao turística, han impreso en Bilbao un carácter dialogante y carismático que ejercen la fuerza de un imán para quedarse.
Estas remodelaciones que supieron engarzar lo clásico con lo contemporáneo han cambiado la percepción, aún de los mismos habitantes que gozan de un nivel de vida y de una calidad difícilmente igualables
Bilbao tiene lo propio de una población pequeña con el consecuente encanto de un pueblo chico, pero perfectamente integrado con las actividades de una urbe sofisticada que van desde grandes centros comerciales con atracciones como cines, clubes, tiendas de marca, restaurantes de lujo, a temporadas de fiestas taurinas con los mejores del ruedo y partidos de futbol con los hinchas del Athletic de Bilbao.
Aquí uno puede suspenderse en el tiempo y otear el horizonte para sentir el pulso propio del país o vivir a toda marcha sin tiempo para aburrirse, lo uno y lo otro son posibles porque la ciudad ofrece la tranquilidad de un paseo por el parque o el barullo de la calle Ledesma cuyos bares y comensales viven a tope hasta pasada la medianoche, sólo para volver a estar despiertos y viviendo al día siguiente desde las 10 de la mañana.
Cuando se camina por sus calles, su encanto cautiva, es difícil pasar de largo sus pastelerías, las barras llenas de variedades de pintxos, disfrutar de sus terrazas con una copa de Rueda o una caña, hablar con su gente que está siempre de buen humor y mostrando la generosidad del pueblo vasco.
Pasear por Bilbao es sentir la libertad de caminar seguro y sin miedo, de obedecer tus impulsos y no tus prejuicios, te ofrece esa posibilidad de volver a pensar y a decir: “cuando sea grande quiero ser…” o tal vez, si te permites escuchar más y mejor, te dirá: “Ven, aquí puedes quedarte”.
Hoy Bilbao es una explosión de colores y de vida. Verdadero ejemplo de cómo la inversión en lo propio puede cambiar no sólo una urbe sino a su gente y mejorar su salud, sus hábitos, su estado de ánimo, su nivel intelectual, su economía y, sobre todo, su felicidad.
Bilbao es una ciudad feliz y, por lo tanto, su gente es feliz también.