Política

El regreso a clases presenciales

Nací en el medio rural donde al campo no se le ponía puerta y por las noches la luz que alumbraba el caserío era la de la luna y las estrellas. En 1957 mis padres decidieron emigrar a Monterrey con toda su prole; cuatro meses después de mi arribo, cumplí mis nueve años, y debido a que un mes antes habían iniciado las clases, al no encontrar matrícula en ninguna de las escuelas del noreste de Monterrey, disfruté enormemente un año sabático adelantado por las calles de las colonias Argentina, Madero, Carranza, Fierro, Martínez y Fabriles. 

Fui un niño que por descuido de mis padres y por falta de criterio de las autoridades educativas tuvo que reiniciar sus estudios de primaria a los diez años; mis padres olvidaron traer las calificaciones para acreditar los estudios ya realizados, y las autoridades académicas mostraron falta de buen juicio porque, al no admitirme como alumno de primer año con el argumento de que las clases ya tenían un mes de haberse iniciado, me mandaron a las calles durante un año.  

Pero durante mi año sabático, el único que he tenido durante toda mi vida académica de casi 50 años, pude aprender en la calle igual o mejor que en el salón de clases lo más importante para un niño: a interactuar y socializar con otros niños, proceso que me condujo a una rápida adaptación a una nueva forma de vida urbana. 

A partir de estas experiencias que comparto, debo decir que cuando se comenzó a hablar de la necesidad del regreso a clases presenciales enfatizándose en el daño que se causa a los niños teniéndolos confinados para protegerlos de la covid-19, mi primera reacción, sin pensar meditativamente sobre lo que después ha sido materia de mis reflexiones y hoy he decidido escribir, fue absolutamente en contra.  

Al recordar que la primera semana de mi llegada a la ciudad tocó la puerta de mi casa un niño dos o tres años mayor que yo que vivía en la casa de enseguida —Rogelio Flores era su nombre—, ofreciéndome su amistad, e invitándome a salir a la calle a jugar a las canicas con sus amigos, que él quería que también fueran mis amigos, fue como comencé a cavilar sobre mi proceso de socialización y aprendizaje en los juegos callejeros, y esto fue lo que me llevó a cambiar de opinión en el tema del regreso a clases presenciales.

El problema no es que los niños pierdan uno o dos años de clases, pues según mi experiencia, eso es algo que se puede recuperar, sino más bien el aislamiento que para ponerlos a salvo de contagios se les tiene que someter; y a diferencia de mi año sabático de aprendizaje y socialización en la calle —seguramente no fui el único—, el escape de los niños de hoy no puede ser la calle, y no solo por la covid-19, sino por otros muchos peligros que hoy acechan en las calles.      

Para concluir: mi temor al coronavirus me hizo olvidar que la necesidad de la interacción humana es algo que está fundamentado científicamente. Así que las autoridades hoy se encuentran en el filo de la navaja. 

Si se decide el regreso a clases presenciales, significa enfrentar el riesgo de contagios; y si se decide continuar con el confinamiento significaría el riesgo de que los niños sufran afectaciones psicológicos y psicosociales a mediano o largo plazo, como producto del aislamiento prolongado. No es todo: por ser el regreso a clases presenciales una decisión del gobierno federal, ésta es ya materia de politización; cosa que debería estar al margen en este tipo de decisiones. 

Efrén Vázquez Esquivel

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Efrén Vázquez Esquivel
  • Efrén Vázquez Esquivel
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  • El autor es director científico de la Academia Mexicana de Metodología Jurídica y Enseñanza del Derecho, AC.
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