La crítica del presidente Andrés Manuel fue dirigida a la universidad pública, no solo a la UNAM: “Todas las universidades fueron sometidas por el pensamiento neoliberal, es lamentable que la UNAM se haya derechizado, […] claro, no todos los maestros están así; pero bueno, ¿dónde están los economistas de la UNAM que defienden un modelo alternativo al neoliberal?”.
Entre las respuestas a esta crítica desde las redes sociales destacan la de Enrique Krauze y Rosa Albina Garavito, el primero compara la crítica de AMLO con la pretensión de imponer una educación socialista en el sexenio de Cárdenas. “La libertad académica es una conquista de la UNAM para México. Esa libertad nos distingue de regímenes totalitarios”, dijo.
Por su parte, desde las izquierdas, Rosa Albina Garavito sostiene que “descalificar el espacio de libertades donde se discute, investiga y proponen soluciones a los grandes problemas nacionales es un gran dislate. […] Las descalificaciones, y menos presidenciales, no abonan a una discusión fructífera sobre el tema a debatir”.
El tema del debate, desde luego, es la libertad para deliberar desde la perspectiva de los diferentes sistemas de pensamiento sobre la determinación del sentido y orientación de la investigación y enseñanza, libertad que recibe el nombre de autonomía universitaria.
Solo la autonomía universitaria posibilita que el rumbo de la universidad sea determinado por el pensar meditativo-reflexivo y que, en el supuesto de que la vorágine de la política impulsada por intereses económicos cambie el rumbo del país, la universidad, como ente pensante de la sociedad, no sea arrastrada por ese vendaval.
Penosamente debo decir que la autonomía universitaria que se otorgó en 1929 a la UNAM fue más administrativa que académica. Hay evidencias de que no fue una conquista de los universitarios, como dice Krauze, sino una dádiva concebida por el gobierno como mecanismo facilitador de conflictos entre el Estado y los universitarios.
Lo que es cierto es que durante los años 1933-1934 se produjo un debate sobre la libertad de cátedra, impulsado desde las derechas por Gómez Morín. Sus argumentos derrotaron la postura de una izquierda reduccionista, encabezada por Lombardo Toledano.
Tiempo después lo que se aprecia en la historia de la autonomía universitaria en México es que, como en el relato de la tierra prometida, todo ha sido desencanto, porque no se ha logrado una auténtica autonomía universitaria.
A diferencia del optimismo de Krauze y Rosa Albina, que los hace ver espacios de libertad para el debate, yo percibo lo contrario: que, sobre todo a partir de 1980 con la constitucionalización de la autonomía, no hay espacios para debatir y decidir los rumbos de la universidad.
Al parecer, el sentido ideológico de la fracción VII del Artículo 3º constitucional es hacer creer que son los universitarios los que deciden el sentido y fin de la enseñanza. Pero no es así porque, bien mirado, una interpretación extensiva y sistemática del referido artículo relacionado al 26, y al artículo 2º, entre otros, de la Ley de Ciencia y Tecnología, conduce al descubrimiento de que es la fuerza de actores políticos, empresarios y académicos de la élite del SNI de Conacyt los que en realidad determinan el quehacer y rumbo de la universidad pública.
Luego, entonces, lo que se ha venido consolidando ha sido una autonomía administrativa, no académica. Tan es así que entre las ejecutorias de los juicios de amparo promovidos por universitarios, lo que motiva las discordias no son cuestiones académicas, sino administrativas: pugnas por la rectoría o por la dirección de una escuela o facultad; promociones que buscan evitar una auditoría externa...
Yo no veo como indebido que representantes del sector empresarial, actores políticos, titulares de oficinas del gobierno, etcétera, intervengan en el debate sobre los tipos y fines de la investigación y enseñanza. Lo que es inaceptable es que los universitarios de a pie hayan sido excluidos de las decisiones fundamentales del quehacer universitario.
Los sistemas de enseñanza-aprendizaje, planes y programas de estudio han sido resultado de la obediencia, no de la deliberación. ¿Cómo deliberar, si los órganos de deliberación de las universidades están atrofiados, no funcionan?
Sin cancelar el derecho de opinión a nadie sobre los fines y orientación de la investigación y enseñanza, sostengo que no es esperable ni deseable que desde la presidencia se indique lo que se tiene que hacer en las universidades. Pero tal vez, debido a la somnolencia que prevalece en las universidades alimentada por la corrupción, la voz del primer mandatario ayude a incentivar el debate entre los académicos sobre el sentido social y humano de la autonomía universitaria.