Hace unos días, en un par de entrevistas radiofónicas con Mariana H., Rulo y Cha, el periodista musical británico Jon Savage, autor de libros definitivos sobre los Sex Pistols y Joy Division, mencionaba en referencia al rock contemporáneo algunos elementos que han sido igualmente ya señalados por gente como Mark Fisher o Simon Reynolds: por un lado, la retromanía y la nostalgia que parecieran conducir tanto a las bandas como al público a la dificultad de escapar de los moldes establecidos hace 40 o 50 años por las bandas clásicas; y por el otro, en referencia a Joy Division, Savage, quien presenció directamente su ascenso y abrupto fin, manifestó que buena parte de su fuerza residía en que para ellos la música era un medio de expresión de su visión y emociones, y poco más, así que no pensaban en términos de una carrera o de los pasos necesarios para tener éxito (no que no lo desearan, pues son dos cosas muy distintas), ni en cómo mejor promover su imagen. El mismo Savage remató diciendo que no era algo mejor ni peor, solo distinto a lo que sucede en el mundo contemporáneo.
Días después, gracias al benigno azar de un hada, vi la extraordinaria película rusa de 2018, Leto, que trata sobre la escena underground del punk rock de Leningrado en la década de 1980. Los dos personajes principales de la película, Mike y Viktor, están basados en rockeros reales de la ex URSS, mismos que tuvieron un trágico fin a una edad temprana, un poco como la profesión solía dictarlo. Entre varias razones, la película es genial porque parecería encapsular en un microcosmos sofocante (hay autoridades del Partido Comunista en cada concierto, asegurándose de que la gente no saque pancartas, por ejemplo), en un tiempo igualmente reducido, el trayecto del punk rock como expresión inicial de emociones (e ideas) que no tenían cabida según una cierta rigidez y represión sociales, que incluyen por supuesto a la rabia, la ira y el deseo de destruir y generar caos por el placer de hacerlo (hay una secuencia maravillosa donde los jóvenes músicos interpretan “Psycho Killer” en un tren mientras fantasean con golpear a las autoridades y retar a los demás pasajeros cantándoles en la cara y besándolos en la boca).
Para finalmente, y todo desde luego acotado a un tamaño dado por la ausencia de las leyes salvajes del libre mercado, caer precisamente, sobre todo en el caso de Viktor, en el pastiche, la imitación un tanto burda y el cálculo de cómo construir una carrera. Es incluso curioso, y probablemente deliberado, cómo la narrativa de la película abandona hacia el final los recursos fantásticos de animaciones que acompañan a las escenas donde los protagonistas cantan “Psycho Killer”, “The Passenger” o “Perfect Day”, para dar paso a un más convencional drama de triángulo amoroso y ambición frustrada, que podría perfectamente contar la historia de cualquier grupo de rock anglosajón, y ya no específicamente ruso. En el fondo se trata del eterno caso de la vanguardia que deviene establishment, común a prácticamente todas las artes, solo que el caso de la Rusia soviética, al estar ausentes los sospechosos comunes del dinero y la fama, parecería aludir a algo más profundo y duradero, lo cual dejaría quizá al comienzo y recomienzo eternos (o acaso el nomadismo de alguien como Bruce Chatwin) como únicas alternativas contra la atrofia espiritual que tiende a producir la sedimentación del propio ego.
Eduardo Rabasa