Con el pretexto de los 15 años de su lanzamiento, volví a ver Control, la genial película de Anton Corbijn sobre Ian Curtis y Joy Division. No es tan común que el director de una película así haya formado parte de la escena que describe, lo cual quizá explica la autenticidad del registro, en contraste con el de otras biopics de rockstars que oscilan entre la telenovela y la parodia involuntaria. En cambio, el Ian Curtis de Corbijn aparece como verdadero personaje trágico y alma atormentada, en parte debido a su inexpresividad, a su incapacidad no sólo para comunicarse, sino para zanjar el abismo entre expectativa externa y realidad interna. En dos de las escenas más dramáticas, primero cuando su esposa Deborah lo confronta por el romance que vive con la periodista belga Annik Honoré, y después cuando antes de un concierto, ya con los demás miembros de la banda tocando sobre el escenario y el público enardecido, es incapaz de salir a cantar, lo que resalta es el gesto de pánico contenido, incapaz de articular palabra, que transmite una angustia más honda que un exabrupto dramático plagado de gritos.
En ese sentido, y pese al estatus legendario que adquiriera Curtis tras su muerte, en vida fue más bien un antirockstar, al que de hecho se le ve más cómodo trabajando en la oficina de desempleo de Manchester que antes de un concierto, por no hablar de la tensión que transmite sobre el escenario, que brindaba a sus actuaciones una fuerza probablemente sin parangón en la historia del rock. De hecho, como sucede en algunos casos, no es sólo que su suicidio pareciera un acto lógico y congruente con su vida, sino que cuesta imaginarlo como rockero decadente, viviendo de su vieja fama y gloria, como flama disminuida que se extingue a lo largo de varias décadas.
Y hablando de flamas, Control remite fuertemente a otra atormentada leyenda que muriera joven, Kurt Cobain, quien en su carta suicida cita un fragmento de Neil Young (“It’s better to burn out than to fade away” [Más vale apagarse que desvanecerse]) para ayudar a explicar su acto radical. En ambos casos, la música, letras e interpretaciones son testimonio de un desgarramiento interior que casi que a su pesar se exterioriza como expresión creativa, y acaso por lo mismo la discografía tendría que ser necesariamente breve, pues es difícil imaginar sostener la intensidad de esos abismos emocionales a lo largo de varias décadas. Igualmente, los dos experimentaban una gran culpa y responsabilidad con el resto de los compañeros de grupo, y ambos pusieron fin a su vida no en un momento de decadencia o frustración, sino de camino a la cúspide (Curtis), o plenamente instalado en ella (Cobain). Igualmente, los padecimientos físicos (epilepsia y agudos problemas estomacales crónicos) desempeñaron un papel muy relevante en ambos casos, pues supongo que, comprensiblemente, el cuerpo también debía pasar factura por el desajuste ontológico de las almas, que a su vez potenciaba dicho desajuste.
Pero más allá de películas, libros o documentales (algunas muy buenas como Control, el libro de Jon Savage sobre Joy Division, o el documental de Cobain, Montage from Heck) queda la música como registro biográfico un tanto atemporal, que como sucede con las grandes obras clásicas, no sólo no pierde vigencia, sino que parece adquirir más con el paso del tiempo.
Eduardo Rabasa