Cuando se habla de bien y mal muy a menudo es en términos ya sea teológico-religiosos, o referido a las grandes épicas maniqueas, donde ambos bandos están bien delineados y son incluso monomaniacos en la respectiva búsqueda de ser buenos o malvados. Se cita también a menudo la “banalidad del mal” de Hannah Arendt para explicar cómo los crímenes más sistemáticamente monstruosos se pueden ejecutar con un frío desapego burocrático, como si la eficiencia del exterminio fuera equiparable a la de asegurar el correcto funcionamiento de los servicios públicos de una ciudad. Y así como Cioran consideraba que el siglo XX había sido pródigo en dar tiranos, el actual se perfila como el siglo de los energúmenos, aquellos líderes estridentes que hacen del odio su principal alimento político, para después gobernar un tanto a golpe de ir generando dichas emociones negativas de manera constante entre sus partidarios.
¿Pero qué hay de un mal más cotidiano, aquel que se compone de los abusos, venganzas, desprecios, que no parecerían siquiera motivados por una especie de esquema de mayor alcance, sino ser más bien una sucesión interminable de fines en sí mismos? ¿Cómo se entienden estas pulsiones que no parecen ir más allá de la satisfacción de sí mismas, sádica por naturaleza, pues no pueden por definición traer mayor satisfacción que aquella?
Simone Weil ofrece una gran clave en una carta escrita en 1942 a un soldado que quedara tetrapléjico por sus heridas de la Primera Guerra Mundial, contenida en el libro Escritos esenciales (Sal Terrae): “Cuando dice que no siente la distinción entre el bien y el mal, esta frase, tomada literalmente, no es seria, pues habla usted de otro hombre en su interior, que es evidentemente el mal en usted; sabe usted muy bien (…) lo que en sus pensamientos, palabras y actos alimenta ese otro a sus expensas y lo que usted alimenta a expensas de él”. Y más adelante: “Voy a decirle algo duro de pensar, más duro todavía de formular, y casi intolerablemente duro de decir a aquellos a quienes se ama: para cualquiera que esté en la desdicha, el mal puede quizá ser definido como todo lo que procura un consuelo”.
Así que cada vez que nos topamos en las noticias, en las redes sociales, o en la vida cotidiana con esos hombrecillos iracundos que recuerdan el eterno rumiar ultrajado del hombre del subsuelo de Dostoievski, aunque no sea un gran consuelo, quizá sirve comprender que es en realidad su único consuelo. La única emoción a la mano de ese hombre que habita en su interior, siempre al acecho para salir a escupir algo de bilis, y que en realidad no existirá mayor satisfacción a su consuelo que dar acuse de recibo a su agresión. Quizá por eso es tan acertado el término virtual de trol, que en la mitología escandinava era un ser maligno que habitaba en las grutas, pues el mal cotidiano en la actualidad a menudo opera precisamente en la sombra o el anonimato que ofrecen las plataformas virtuales. Pues otro punto crucial que apunta Weil es que “la raíz del mal es la fantasía”. Y de ahí que a menudo por ejemplo el racismo o la xenofobia descansen en fantasías de una raza dominante pura, de la restitución de un orden perdido.
En nuestras sociedades exaltadas, donde incluso por momentos el voto por ciertas plataformas es expresión de desprecio puro, quizá de igual peso que la oposición a aquello que representa una especie de mal radical, sea al menos evitar participar de los linchamientos y otras dinámicas a menor escala, que en el fondo reproducen las mismas pulsiones de aquello que en discurso nos parece tan abominable.