En esa portentosa novela que es Bajo el volcán, el cónsul Geoffrey Firmin se pasa el libro entero luchando contra su alcoholismo, su pasado, su presente y la idea de un futuro donde se libere de todo lo anterior, depositado en buena medida en la fantasía de marcharse con su mujer Yvonne a una bonita casa, por ejemplo en Canadá, alejándose de Cuauhnáhuac y con ello de todos los demonios que atan y atormentan al cónsul en igual medida. Sin embargo, como buen adicto, no sólo escenifica una y otra vez prácticamente el mismo día, sino el mismo proceso mental que a fin de cuentas parecería depositarlo de nuevo en el mismo sitio, sólo que cada vez un paso más cercano a la ruina que tanto anhela y de la que trata de salvarse, de manera simultánea.
En el capítulo 10 atestiguamos la intercalación de su monólogo mental, que hacia el final se vierte como violenta acidez en contra no sólo de Yvonne, sino de su hermano Hugh, pues al cónsul le enfurece lo que le parece la condescendiente idea de procurar salvarlo de sí mismo. Como lectores, asistimos en tiempo real a la metamorfosis de una mente, comenzando por el atisbo de duda culposa/existencial:
“Es lo que merezco… Es lo que soy”.
“Cómo podría esperar encontrarse para comenzar de nuevo cuando, en algún sitio, quizá, en una de esas botellas perdidas o rotas, en uno de esos vasos yacía, por siempre, la solitaria clave de su identidad”.
“¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué estaba siempre, más o menos, ahí?”.
“Cuando no tenemos la menor comprensión de las causas de una acción (…) le adscribimos, según Tolstoi, una mayor dosis de libre albedrío”.
Que se va transformando en furia ciega, como circuito cerrado que al tiempo que transita por su propia claustrofobia se convence más y más de poseer la razón, cuestión que en el caso del cónsul Firmin es técnicamente cierto, pues en el fondo su único deseo es reivindicar su derecho a destruirse (aunque en el proceso destruye también un tanto a todos los que lo rodean):
“–Ah, ¡esta gente que tiene ideas!”.
“–Es posible que sea sólo la conciencia de que probablemente es demasiado tarde lo que me mantiene con vida… Son todos iguales, todos, Yvonne, Jacques, tú, Hugh, tratando de interferir con las vidas ajenas, interferir, interferir”.
“–¿Qué has hecho por la humanidad, Hugh, con toda tu oratio obliqua sobre el sistema capitalista, excepto hablar, beneficiarte del mismo, hasta que tu alma apesta?”
“–Cierto, he estado tentado a hablar en son de paz. He sido encandilado por sus ofertas de un paraíso sobrio, no-alcohólico. Al menos supongo que es lo que llevan planeando todo el día. Pero ahora mi melodramática mentecita ha tomado su decisión: yo también tengo entre manos mi patética pelea por la libertad. Madre, ¡déjame volver al hermoso prostíbulo!”.
Hasta la lapidaria declaración donde cruza la línea de no retorno:
“–Adoro el infierno. No puedo esperar para regresar. De hecho, voy corriendo. Ya casi llego nuevamente.”
Como lectores quedamos entre atrapados y fascinados por el fuego cruzado a veinte bandas que se desenvuelve en la mente y boca del cónsul Firmin, pues si por un lado deseamos desesperadamente su salvación, es también su lúcida entrega a la fatalidad trágica la que lo ha vuelto uno de los personajes más fascinantes de la historia de la literatura. Como si fuera un Cristo alcoholizado que se autoinmola cada vez que alguien vuelve a leer sus gestas, recordándonos en el camino que quizá el mayor problema del infierno sea la irresistible tentación de formar parte de él.
Eduardo Rabasa