Cultura

‘Motecuhzoma II’ de Vivaldi y Máynez, magnificencia reivindicativa

  • Columna de Edmundo Font
  • ‘Motecuhzoma II’ de Vivaldi y Máynez, magnificencia reivindicativa
  • Edmundo Font

Participaron 14 actores, 15 bailarines, seis solistas y 30 cantantes de Staccato Coro de la UNAM. (Juan Carlos Bautista)
Participaron 14 actores, 15 bailarines, seis solistas y 30 cantantes de Staccato Coro de la UNAM. (Foto: Juan Carlos Bautista)

Un magno espectáculo, con ribetes históricos insoslayables y extremo sentido de oportunidad se presentó el 7 y 8 de noviembre en uno de los escenarios, añejo y vivo a la vez, de uno de los símbolos más destacados de México, el portentoso Zócalo. En el ombligo de lo que fue Tenochtitlan tuvo lugar, a 500 años exactos de los hechos fundamentales, la escenificación de una gesta sin parangón —y no solo en el continente americano—, la representación del encuentro, ojos en los ojos, del emperador Moctezuma con Hernán Cortés.

En líneas generales se trató de un viaje al pasado que desemboca en un presente en el que prevalecen incógnitas históricas e insondables desacuerdos. Historia de vencedores y vencidos. Poesía cruenta. Música excelsa. Una ópera inconclusa y reelaborada de Vivaldi, reinterpretada magistralmente por la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México, bajo la batuta italiana de Francesco Fanna.

Sonidos recreando ritmos prehispánicos, teponaxtlis, caracolas, con despliegue de otros instrumentos originales ejecutados por el grupo Yodoquinsi, invadiendo la noche en los mismos aires donde todo tuvo lugar hace medio milenio. Un reflejo del espacio histórico materializado sobre escenarios de tecnología de punta, iluminación sorprendente y proyección de la grandeza de sitios y monumentos sagrados de los aztecas. Arrebato de voces, cantos, sombras: conmemoración del azoro, fatalismo, parto de nuevos mundos espirituales, de poder y de culturas. Mezcla de razas y ecos de nuevas lenguas aullando, rezando, engañando, catequizando, aniquilando, conquistando.

Fue, hace 500 años, un día aciago para un notable señorío de luces y de sombras. Un imperio avasallador, el de los Aztecas, que provoca la revuelta y traición de otros pueblos indígenas, sin lo cual difícilmente lo hubieran sometido; y el choque bélico y cultural también con otro imperio, el español, tan semejante en crueldad.

Las crónicas de ese tiempo funesto son fascinantes. Una primera narrativa española inaugura el ciclo literario de un idealismo mágico, y en los textos se cuela el influjo de la literatura fantástica de Amadis de Gaula, cuya epopeya nos sigue asombrando, enlazando cinco siglos después con un realismo mágico de tanto azoro como el de aquellos primeros cronistas que fueron López de Gómara (sin haber pisado el Anáhuac); Díaz del Castillo y Hernán Cortés, con sus “Cartas de Relación”.

Del otro lado de los fúnebres augurios cumplidos, de la angustia despertada por esa cruenta invasión extranjera, la tradición oral y los códices, dijeron lo suyo, trascendido como una “visión de los vencidos” que un gran autor contemporáneo, Miguel León-Portilla, junto a las versiones del padre Garibay, hurgó a través de la palabra pintada ecos verbales que contuvieron la traición y la infamia.

En nuestras antípodas, en el subcontinente indio, autores de genocidios universales en Asia y en África —destacando también el terrible papel de los belgas en el Congo— no arrasaron sin embargo, con la cosmogonía de los vedas. Los ingleses fueron al subcontinente Asiático a desarrollar su monumental empresa colonial, eminentemente comercial en sus inicios. Saquearon masivamente; hurtaron, como los españoles, pero casi no arrasaron palacios, y tampoco destronaron a los maharajás, ni derribaron templos.

Hoy el hinduismo es una religión que cumple 2 mil 500 años de influjo permanente; es la tercera profesión de fe más grande del mundo, con más de mil 200 millones de personas. Algunos estudiosos se han preguntado, en un juego inútil de suposiciones, cuáles serían los cultos que profesaríamos en nuestra América si se hubiera respetado la fe original de tantos pueblos, sin la imposición religiosa de los absolutistas vencedores.

Esta reflexión no pretende abonar en un tema polémico vigente y de necesaria discusión, sobre todo con unas efemérides que seguirán dando bastante de qué hablar hasta la fecha en que se conmemore los 500 años de la consumación de la conquista española, el 21 de abril del 2021. Pero debo concentrarme aquí, en transmitir las hondas emociones provocadas por el espectáculo de una ópera monumental que considero una portentosa empresa artística e intelectual en nuestros días.

La odisea de los 10 años surcados por Samuel Máynez (uno de los más rigurosos talentos de la música en México), desde la Venecia de Vivaldi hasta los alrededores del Templo Mayor de los aztecas, se vio acompañada por intelectuales de la estatura de Miguel León-Portilla y Alfredo López Austin, quienes aportaron su honda disciplina, apegada a fuentes auténticas, y a interpretaciones de los hechos con dimensión apasionada pero libre de prejuicios.

Solo un maestro y virtuoso del violín como Máynez podía haber entrelazado la dimensión clásica con las sonoridades autóctonas, y urdir, con el habla maya, náhuatl, el italiano y el español, un tejido textual sonoro contemporáneo, interpretando las notas inconclusas de Vivaldi. Espíritus como Carpentier, en su vertiente de musicólogo consumado, habrían festejado la propuesta creativa de esta empresa pluricultural que, con la participación de 14 actores, 15 bailarines, seis solistas y 30 cantantes de Staccato Coro de la UNAM, fueron coordinados por uno de los más brillantes directores de escena, el maestro José Luis Cruz. Y también hay que destacar, de esa noche memorable, el trabajo sobre la “acción española” de otro talentoso director, Ignacio García.

En mis permanencias por cuatro continentes, debidas a mi oficio diplomático de casi cinco décadas, no presencié nunca un despliegue artístico de radical pertinencia histórica, como la que vivimos esa noche, un instante significativo de la humanidad: el del encuentro de dos figuras fundamentales del drama atroz que propició, con el precio altísimo del desgarramiento de una civilización, el germen de una fusión que conformaría a nuestra nación mexicana.

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