Se lo dije varias veces y el 2 de junio de este año por última vez; fue durante la inauguración de una bella exposición suya en Tepoztlán. —Maestro, usted ha sacrificado mucho el impulso de su obra por la responsabilidad de transmitir sus enseñanzas—. Apenas concordó con ese dejo de desaprobación, un tanto socarrona, en quien no presumía de nada, achatando la tradicional egolatría del artista consagrado.
El portentoso pintor y exigente maestro que fue don Gilberto deja una pléyade de artistas mexicanos en la orfandad, pero bien dotados de sus lecciones técnicas y lo que es más trascendente, herederos de una actitud de modernidad casi sin parangón en nuestro panorama de esnobismo “conceptual”; tanto, que desafió con talante valiente al establecimiento especulador de un mercado orientado siempre a la falaz decoración. Su legado incluye el reflejo de una postura ética, de izquierda, y sus desdoblamientos en una poderosa rebeldía contra injusticias de toda índole; dueño de inconformismos que lo identificaron siempre con su par en talento y reivindicaciones, apenas partido hace unas semanas, Francisco Toledo.
Una vez le pregunté sobre esa relación de complicidad artística tan promisoria, y con su estilo parco y esa voz de caverna platónica —con lo que ello implica de exploración de ideas y sentimiento— me dijo que visitaba a Toledo en alguno de sus patios de las casonas que luego regalaba en Oaxaca, y durante las comidas a dos el discurso era regado más por trago y silencios que por palabras. Ambos genios de nuestra expresión figurativa requerían solo mirarse y convivir solidariamente para “entenderse”.
A mi regreso de mi embajada en la India, hace 20 años, lo trajo a mi casa el talentoso director de teatro José Luis Cruz, sin lugar a dudas uno de sus alumnos-hijo más entrañable. Y ese fue el inicio de una serie de encuentros regados por la pertinencia de quien estaba formado en el rigor de la visión, no solo plástica sino política, sin concesiones a lo circunstancialmente correcto, con un alto y raro sentido de la dignidad. Valor que hoy en día parece ser ninguneado por supuestos pragmatismos —horrenda palabra, como diría don Horacio Flores de la Peña, otro gran mexicano cortado por esa misma tijera de la conciencia histórica del dolor y grandeza de nuestro pueblo.
Uno de esos días le conté al maestro que la Universidad Autónoma Metropolitana me publicaría un libro de poemas, y le pregunté si podría diseñarme alguna viñeta. El maestro Aceves Navarro se llevó la mano a la barbilla y no queriendo ser descortés buscó una forma de decirme que ya no ilustraba volúmenes de ninguna especie. Al poco tiempo marcó al teléfono de la casa y con esa voz que venía del fondo de una intensa gravedad tonal me pidió, cosa rara en él, que lo invitara a cenar. Ese era otro rasgo de su magnanimidad.
Para mi mujer y para mí siempre representó una fiesta y un claro privilegio tenerlo con nosotros. De nuevo llegó una noche con José Luis Cruz, y en los aperitivos sacó un cuaderno escolar en blanco, cogió un bolígrafo y me hizo leer algunos textos del futuro libro. De los poemas que más le iban interesando trazaba limpias líneas prodigiosas, apuntes que traducían a su vez imágenes al vuelo. Finalmente, dibujó un retrato con rasgos aguileños un tanto enmarañados, tal vez así concebía el contenido de ese libro que para mí ya es, más en estos momentos tan tristes de su partida, un recuerdo vivo de su talante único y de su mano prodigiosa.