Policía

Viaje a la fosa más antigua

Hay una fosa ilegal llamada Pasta de Conchos. En sus entrañas aguardan los restos de 63 hombres que trabajaban en una mina de carbón propiedad de Grupo México, una de las compañías más prósperas del país.

El año siguiente al siniestro registrado el 19 de febrero de 2006 en San Juan de Sabinas, Coahuila, bajo el contexto de la llamada guerra del narco, los grupos delincuenciales comenzaron a intensificar el uso de exhumaciones clandestinas para ocultar sus crímenes, a tal grado que hoy es tristemente normal que mujeres y hombres excaven por su cuenta en ranchos, predios y casas tratando de recuperar los cuerpos de familiares asesinados.

A lo largo de este tiempo, la incapacidad, impunidad e indolencia gubernamentales generaron una cultura forense ciudadana e independiente entre quienes han padecido dichas atrocidades y se han tenido que lanzar a identificar por su cuenta decenas de fosas a lo largo del país.

En la configuración de este lamentable mapa de sepulcros trágicos, el otrora yacimiento de carbón de Coahuila cobra una condición especial, por el hecho de que siguen sin ser desenterrados de ahí los restos de los humildes obreros que murieron al servicio de una empresa mexicana transnacional.

Debido a que el gobierno y la compañía rechazaron por años rescatar sus restos a causa de las dificultades técnicas, Pasta de Conchos se volvió una fosa, la más antigua de todas las del socavado territorio nacional.

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Llegué el 20 de febrero de 2006 a Pasta de Conchos sin sospechar que la tragedia de los mineros fallecidos sería también, mucho tiempo después, la tragedia de los mineros atrapados en una fosa ilegal.

Como todos los reporteros presentes, seguí la expectativa de un posible rescate con vida durante los primeros cinco días posteriores al siniestro, hasta que los voceros de la empresa y el gobierno decretaron la muerte de los trabajadores.

Tras el anuncio, la manada de periodistas que habíamos acampado en las afueras de la mina junto a familiares y pobladores, regresamos a nuestras redacciones para reportar otras tragedias.

Ya en Ciudad de México recibí un documento en el que se enlistaban pertenencias de los trabajadores antes de ingresar a la mina siniestrada: un arete pequeño de piedra, un reloj Cassio de plástico negro, la llave de una camioneta Ford 76 con destapador en forma de tuerca, una argolla matrimonial color oro, sin nombres grabados y con dos líneas pequeñas…

Eran datos que podían ayudar en la búsqueda de restos humanos sepultados bajo la maraña de tierra y carbón. De manera pormenorizada, los fríos papeles describían rasgos físicos, tipos de sangre, cicatrices, tatuajes, vestimentas y dentaduras de cada uno de los mineros.

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En sus entrañas aguardan los restos de 63 hombres que trabajaban en una mina propiedad de Grupo México. Diego Enrique Osorno
En sus entrañas aguardan los restos de 63 hombres que trabajaban en una mina propiedad de Grupo México. Diego Enrique Osorno

El más joven de todos los trabajadores se llamaba Jesús Armando Rodríguez Torres. Tenía 20 años, laboraba en la mina a través de la contratista General de Hulla, SA de CV y su número de afiliación en el IMSS de Nueva Rosita era el 34-04-86-06-73-8. Estaba casado, vivía en la colonia Dávila, era delgado, de 1.70, pelo negro cortado “estilo hongo” y en su dedo llevaba una argolla matrimonial amarilla, gruesa y lisa.

En cambio, el más grande era Jesús Morales Boone. A sus 59 años de edad, era el único viudo de todos los hombres que laboraban a 180 metros bajo tierra. Su casa en el Ejido La Mota, de Muzquiz, se quedó sola durante meses.

Jesús era de complexión regular, medía 1.75 metros y tenía una abundante cabellera negra.

A Rolando Alcocer Soria, quien vivía en el 3034 de la calle Napoleón Gómez Sada, en Lomas de Nueva Rosita, sus familiares esperaban encontrarlo con menor dificultad debido a que tenía una cicatriz queloide en la mano derecha y otra del mismo tipo en el dedo medio de la mano izquierda.

Además, al minero de 1.60 de estatura con la ficha de trabajo número 153, se le habían desprendido el diente frontal maxilar superior derecho y tres de sus muelas. Estos detalles hacían que su búsqueda fuera menos difícil en comparación con otras.

La noche previa al siniestro, un sábado muy frío, Rolando salió de su casa vestido con un pantalón de mezclilla azul y una sudadera beige de mangas negras con la imagen de Mickey Mouse.

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Como resultado de las precarias condiciones en las que trabajaban, la mayoría de los carboneros ya tenían varias cicatrices al momento de morir. Algunas eran: “Cicatriz en rodilla izquierda”, “cicatriz en antebrazo derecho, abajo del pliegue del codo”, “cicatrices lineales en el hombro izquierdo”, “cicatriz en cara posterior del cuello por quemadura”, “ cicatriz en brazo izquierdo en forma recta y gruesa queloide 20 cms”, “cicatriz en la espalda”, “dos dedos mochos, índice y pulgar mano derecha”, “pierna izquierda más delgada y pequeña”, “en la espalda, tres lesiones”, “varias cicatrices en brazo derecho a nivel del codo y pierna. Una cicatriz y un poso deprimido redondo”...

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Nereida Zermeño Nieto, esposa de Ernesto Cruz Sánchez, dio como datos de búsqueda que su marido tenía una cicatriz en el tabique nasal, un lunar en la ceja y caries en los dientes incisivos centrales. Además le faltaban todas las muelas inferiores.

La madrugada del siniestro, Ernesto portaba un anillo de piedra color lila que ella le había obsequiado desde que eran novios. 

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Diego Enrique Osorno
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