Mi columnista de cabecera publicó el sábado en este periódico una reflexión sobre lo que significa ser escritor de éxito en los tiempos actuales. Otro columnista que no publica en estas páginas y cuya pluma suele desagradarme, aunque lo leo por disciplina o masoquismo, hizo hace días una conjetura interesante sobre el juicio a Genaro García Luna.
Antes de que llegara el año 2000, Notivox tenía en Monterrey el nombre de El Diario. En aquel Diario de Monterrey, donde tuve la suerte de trabajar, se publicaba la columna “A rajatabla”, en la cual Jorge Villegas destazaba con una contradictoria precisión quirúrgica la vida diaria del pequeño reino de Nuevo León.
Leerlo era obligación mañanera casi cívica en el noreste, como sucedía con “Red privada”, de Manuel Buendía, en el extinto DF de principios de los ochenta. Había otros columnistas centrales aquellos años en los que las columnas parecían justo eso: el cimiento de la prensa nacional.
No era raro que, en dichas columnas, de forma consciente y a veces inconsciente, los autores indicaran las claves de su análisis en el subtexto en lugar del texto evidente. Se dice ahora que lo hacían por la falta de libertad que prevalecía; sin embargo, tengo la sensación de que algunos, más allá de la censura priista, estaban comprometidos con el arte del matiz y buscaban dar a su patria lectora una emocionante oportunidad de leer entre líneas y descubrir por su cuenta los secretos revelados del poder en turno.
El lector encontraba así más dudas que certezas. Entrar a una construcción compleja de palabras, información e ideas implicaba cautela y un estado alerta que se extraña ahora que el columnismo en general nos dice sin poesía alguna qué pensar o qué no pensar, en lugar de ser alternativa laica a tantas iglesias digitales levantadas en las redes sociales.
Quizá estoy llenando de nostalgia esta columna y el columnismo de antaño era en realidad aún más triste que el actual o, como escribió Cyril Connolly, “todas las incursiones en el periodismo, la radio, la propaganda y el cine, por grandiosas que sean, están de antemano destinadas a la decepción. Poner lo mejor nuestro en estas formas es otra insensatez, pues con ello condenamos al olvido las buenas ideas lo mismo que las malas”.
Diego Enrique Osorno