El año pasado en plena pandemia, la celebración del Día de Muertos estuvo vedada, no se efectuó, estábamos más preocupados por no morir que por recordar a los que partieron.
Este año y después de casi veinte meses de pandemia, esta celebración regresó, no con tanta algarabía, pero regresó, y es que el Día de Muertos es quizá de las celebraciones que más identidad le dan a nuestra cultura; aún está presente en la mayoría de las familias mexicanas la tradición de colocar ofrendas, de visitar los panteones y de hablar de aquellos que se fueron.
Porque hablar de los muertos, es hablar de los nuestros, de los que en vida crearon experiencias junto a nosotros y compartieron momentos memorables, por eso los honramos, por eso los recordamos, al principio quizá con dolor, pero después al paso del tiempo, es un gusto entremezclado con nostalgia, mientras se mira una fotografía sobre una mesa llena de comida y flores de cempasúchil.
Tenemos la costumbre de festejar a una persona cuando ya no está, porque en el momento en que fallece siempre es dolorosa su partida, pero los espacios como lo es esta celebración, son los que aprovecha la familia para unirse, ya que nos damos cuenta de que de un momento a otro, de la noche a la mañana, uno puede dejar de existir, por eso desde estas líneas lo conmino a que pase el mayor tiempo posible con los que aún nos quedan, y demuéstreles cuánto los ama.
Este 1 y 2 de noviembre fueron quizá más especiales, ya que transcurrieron entre alegrías, tristezas, alguno que otro sollozo y un mar de memorias por aquellos que murieron luchando contra el covid-19, miles de muertos que meses atrás estaban vivos y hoy forjan nuestros recuerdos.
David Aarón Cárdenas