El asesinato de Efraín Fueres, artesano kichwa de la comunidad andina de Cuicocha-Inguitgzala, durante el paro nacional que hoy se vive en Ecuador, es una de las máximas expresiones de un gobierno que ha convertido la represión en su única forma de enfrentar el conflicto social. El líder comunero recibió tres disparos mientras huía de la represión de los uniformados, lo que demuestra que no se trató de un exceso fortuito, sino de un acto deliberado de violencia estatal contra quienes ejercen su derecho a la protesta. Se trata, en términos claros, de un crimen de Estado.
El paro nacional, encabezado por comunidades indígenas, campesinas, trabajadores y estudiantes, ha planteado demandas concretas: la reducción de los precios de combustibles y alimentos básicos, medidas urgentes frente al desempleo, mayor presupuesto para salud y educación, seguridad sin militarización, y el respeto a los derechos de los pueblos originarios frente al extractivismo. Ninguna de estas exigencias es nueva; todas responden a carencias que el gobierno de Daniel Noboa ha preferido desoír, pues el junior presidente solo entiende cuando le hablan en inglés.
La respuesta ha sido una escalada represiva: uso indiscriminado de la fuerza policial y militar, detenciones arbitrarias, allanamientos ilegales, disparos con munición letal, gasificación de comunidades enteras y persecución judicial contra dirigentes sociales. La muerte de Fueres evidencia que el Gobierno solo busca quebrar por la fuerza a los bastiones de resistencia popular en el país.
Esto profundiza el malestar social, alimentado por promesas de campaña incumplidas, la creciente inseguridad y la persecución política contra quienes se atreven a señalar los errores del gobierno. En lugar de asumir su responsabilidad, Daniel Noboa intenta descalificar la protesta social asegurando que el Tren de Aragua está detrás de las movilizaciones, cuando lo único que pretende es disfrazar su ineptitud para gobernar.
La narrativa oficial fue reforzada por la Ministra de Gobierno, Zaida Rovira, quien, fiel a la línea de su jefe, defendió públicamente a los militares implicados en los hechos, obedeciendo la narrativa de blindar a las fuerzas represivas y legitimar la violencia estatal. Noboa no tiene ministros y ministras competentes, sino ineptos aduladores de tiempo completo, incapaces de ofrecer soluciones reales y dispuestos a justificar la represión como línea de gobierno.
Este deterioro democrático no es exclusivo de Ecuador. En Perú, Dina Boluarte ha trazado un plan para retirar a su país del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, con el fin de protegerse de las investigaciones en su contra por las masacres cometidas durante las protestas sociales contra su propia gente. Su estrategia busca despojar al pueblo peruano del único mecanismo regional de rendición de cuentas y garantizar la impunidad de quienes ordenaron la represión. También aquí estamos frente a crímenes de Estado.
En paralelo, en El Salvador, Nayib Bukele mantiene un régimen de excepción que ha derivado en detenciones masivas sin debido proceso, con graves denuncias de tortura y abusos. Bajo la retórica de la “seguridad”, se legitima un sistema que encarcela y violenta a miles de inocentes. El saldo no es solo autoritarismo, sino también la comisión de crímenes de Estado amparados por un marco legal hecho a la medida del poder y los deseos del autodenominado “dictador cool” centroamericano. Además, su gobierno trata como escoria a quienes, en caso de ser culpables, deberían estar en un proceso de reinserción, reproduciendo un modelo punitivo deshumanizante.
Los tres escenarios —el asesinato de Efraín Fueres en Ecuador, la ofensiva de Boluarte contra el sistema interamericano y la normalización del régimen de excepción de Bukele— son eslabones de una misma cadena de legalización de los abusos y la violencia, en pro de un falso bien mayor.
Las políticas represivas nunca han resuelto los conflictos sociales. Por el contrario, solo esconden la incapacidad de supuestos líderes para pacificar los territorios y construir justicia social. Lo que hoy se vende como una salida novedosa e incluso necesaria, mañana será un problema mucho más grave, al profundizar la violencia, erosionar la democracia y postergar las soluciones de fondo que requieren los pueblos latinoamericanos.