Nos acostumbramos a que las instituciones se convirtieran en fines, en avances concluidos, y olvidamos que son medios al servicio de los pueblos, en diferentes momentos y necesidades de su historia. Sin embargo, cuando hablamos de reforma institucional normalmente se generan escándalos, como si las instituciones fueran portadoras per se de la democracia misma, aun cuando operan ajenas a los intereses de la gente.
Desde su nacimiento, la Organización de Estados Americanos (OEA) tuvo un fin claro: servir como instrumento para evitar el nacimiento de movimientos comunistas o de izquierda en el continente; una extensión posterior de “América para los americanos”, en la que Estados Unidos se atribuye el liderazgo y el mandato de todo el continente. Cualquier amenaza a la estabilidad occidental debía ser controlada, como en el caso de Cuba, cuando fue expulsada en 1962 de la OEA por “darle la espalda al sistema panamericano”.
Aunque Estados Unidos, el estandarte de la libertad y la democracia, no ha ratificado la Convención Americana sobre Derechos Humanos, la principal sede de la OEA, el organismo clave —en teoría— para dirimir conflictos y fortalecer la paz en el continente, se encuentra en Washington, a miles de kilómetros de distancia, y también ideológicos, de los cambios suscitados en el continente y de sus procesos políticos.
Su más reciente y vergonzosa actuación la protagonizó en Bolivia, luego de que su Secretario General, Luis Almagro, se prestara a encabezar una miserable operación política y mediática para fraguar la narrativa de un fraude y propiciar el golpe de Estado contra Evo Morales en noviembre de 2019. En junio de 2020, después de ser partícipe, el periódico The New York Times reconoció que el análisis de la OEA “era deficiente” y que no existía una evidencia estadística del supuesto fraude. Vale decir que fue bastante ingenuo, por decir lo menos, pensar que la OEA podría resolver democráticamente dicha crisis con una auditoría del proceso electoral.
El Grupo de Lima ha sido otro de sus grandes fracasos; una creación paralela para “cumplir” con lo que como organización ya no pudieron cargar: asfixiar a Venezuela, lejos de la conciliación, los estatutos, y el principio de respeto a la soberanía, y en una hazaña ridícula, reconocer a Juan Guaidó como presidente.
La OEA nunca ha sido eficiente, incluso en los momentos de mayor hegemonía e imposición de la política estadunidense, precisamente eso hacía su papel todavía más irrelevante. Hoy funciona como la palestra de las frustraciones y obsesiones de su Secretario General.
No se equivoca el presidente López Obrador al sugerir la necesidad de sustituir a la OEA por un organismo verdaderamente autónomo, lejos del norte y más cerca del Río Bravo. Pese a los esfuerzos emprendidos desde la segunda mitad del siglo XX, no hemos logrado avanzar como bloque regional en una estructura duradera de cooperación e integración para ser un actor unificado en el escenario internacional.
Los países latinoamericanos seguimos siendo vecinos lejanos, que no se conocen, que no se hablan entre sí. Estamos muy lejos de actuar como un solo actor en el sistema internacional, aun en los temas de interés común. Sin embargo, replantear la naturaleza, o incluso, la existencia, de quienes intentan representarnos como bloque es un buen comienzo. La OEA tuvo su momento para revolucionarse y no lo hizo. No pueden seguir dictándonos desde Washington cómo vivir. Después de eso, parece que solo le queda desaparecer.
Daniela Pacheco