En todas las interacciones humanas, incluyendo por supuesto a la política y el gobierno, existen acciones cuya gravedad las convierte en auténticas “banderas rojas”, es decir, señales que nos advierten acerca de personas peligrosas, ya sea en su trato personal, en su acción comunitaria o, lo que es peor aún, en su labor de gobierno.
Por ello, es preocupante el hecho de que la semana pasada, en el marco de las celebraciones por el aniversario del inicio de la guerra de Independencia, pudimos observar muy claramente al menos 2 graves banderas rojas en el comportamiento del presidente López Obrador.
La primera de ellas consistió en las banderas literales de los aliados autoritarios y tiránicos del presidente. Los ejércitos de Rusia, Nicaragua, Cuba y Venezuela desfilaron por las calles de la Ciudad de México en un símbolo de respaldo mutuo; para usar las palabras del propio López Obrador, su presencia fue una muestra de “fraternidad universal” con los regímenes más antidemocráticos y totalitarios del planeta, en un acto que particularmente en cuanto a la presencia del ejército ruso, significó a una señal internacional de respaldo del gobierno mexicano al régimen invasor de Vladimir Putin.
La segunda bandera, que quizá es incluso más grave, fue el capricho presidencial de no invitar a las representantes de los poderes legislativo y judicial para que compartieran el escenario en los principales eventos públicos de la conmemoración de la Independencia. Es cierto que el presidente no estaba obligado a invitarlas, pero es igualmente cierto que la tradición de compartir el espacio con quienes encabezan los otros 2 poderes tiene un profundo significado: reafirmar la fundamental importancia de la división de poderes para el funcionamiento del Estado mexicano.
Al convertir esos eventos en el monopolio absoluto de su propia figura, el presidente envía una muy grave señal de centralización del poder; en su modelo de nación, todo depende del poder ejecutivo y tanto las instituciones como las leyes están obligadas a ajustarse al buen o mal criterio presidencial.
Esa perspectiva centralizadora ha quedado en evidencia una y otra vez, lo mismo en la gestión del presupuesto federal que en el manejo de la pandemia o en la lucha abierta de su gobierno contra los organismos constitucionalmente autónomos. Una y mil veces, Obrador nos ha dejado muy claro que su apuesta es someter a todo México a su capricho, a costa de mandar política, jurídica y literalmente “al carajo” a las instituciones. Estas banderas rojas están a la vista de todos. Que nadie diga que no se le advirtió.