Me viene a la cabeza el recuerdo de Katherine Mansfield —rodeado como de costumbre, de unos pensamientos que deberían avergonzarme—. Si hubiera vivido, me digo, habría seguido escribiendo, y la gente habría visto que soy yo quien tiene más talento.
Diario Íntimo II, Virginia Woolf.
De este tamaño la sombra que siempre se irguió sobre Virginia, esa neozelandesa, su amiga de a ratos, quien le propuso la más empecinada e íntima competencia profesional sin que ésta lo advirtiera. Cuando Katherine Mansfield (1888-1923) muere, Virginia siente dolor, alivio e incluso sorpresa por sus sentimientos tan encontrados. Tenía razón en su valoración de la muchacha muerta a los 33 años y más en no haber alcanzado nunca la certeza que ella, Virginia, era la mejor. La escritura de Woolf solo alcanza la percepción y sutileza de Mansfield en su obra maestra Las Olas. Leer Felicidad,La fiesta en el jardín o Preludio, en la intensa producción cuentística de Mansfield, es saborear aquello que de más hondo y difícil de compartir se halla en los comportamientos y ánimo del ser humano.
Tormentosos los sucesos que rodean a Katherine desde jovencita, y diversificada su inclinación a las artes. Se supone que, según su tendencia musical, se dedicará al cello y trabaja en ello por largas temporadas. Pero al mismo tiempo escribe casi sin darse cuenta, publica en algunos periódicos, hace las veces de periodista y diversifica sus talentos con sus amores, cuya primera novedad es Ida Baker, reconociéndose lésbica junto a la amante y amiga que la ha de acompañar hasta sus últimos días. Sin embargo, queda embarazada a causa de un muchacho que sus padres rechazan. Antes, enamorada y rechazada por su profesor de cello viaja a Londres para seguir sus estudios bajo el consentimiento contrariado de sus padres. Es en este período cuando se cruza con Ida que también escribe. Ahora se ha vuelto una buena cellista y supone que esa será su carrera.
El embarazo trastoca sus planes y decide casarse con un profesor de canto del cual huye la misma noche de bodas. Habiéndolo confesado a su familia, ésta la aleja para ocultar su estado. Felizmente Katherine tiene un aborto natural y de regreso a Londres, con la pensión que sus padres le suministrarán por el resto de su vida, comienza su aventura literaria. En 1911 conoce a quien será su esposo siete años después: John Middleton Murry.
La Gran guerra la encuentra afanada en su literatura y le produce la primera herida irremediable, su hermano Leslie muere en el frente. A partir de entonces aunque recibe el apoyo de Murry, comienzan a flaquear sus fuerzas vitales. Atacada por la tuberculosis recorre Europa en busca de una cura para su mal mientras escribe con mayor intensidad. Se casa con Middleton Murry pero vuelve a separarse de él luego de dos semanas. En ese mismo año Katherine se instala en Italia con Ida Baker en un pueblito donde, esporádicamente, viene a visitarla Murry. Un poco como todas las parejas del mundo, este amor infantil, como lo calificaría el mismo Murry, es alegre y obstinado y a veces irritante y desconsiderado. Pero bueno, la relación con parejas amigas se hace hábito en ellos, lo cual pone en entredicho sus respectivas identidades sexuales, porque también, pareciera que, así como Katherine se inclina por las mujeres en sucesivas aventuras, más hermético pero no menos indicativo, se encuentran las huellas de la homosexualidad de su esposo.
Lo que quisiera rescatar son las largas estancias de la pareja con otra pareja extraordinaria y la amistad que los unió en la breve vida de Katherine. Me refiero a D.H. Lawrence y su compañera Frieda. También el gran escritor sentía enorme admiración por la escritora neozelandesa y su empatía era visible. Ambos se regocijaron en el encuentro literario y afectivo acaso produciendo celos en Frieda y el odio de Murry (que a posteriori de la muerte de KM se manifestaría en sus escritos) pero sin que ello, aparentemente, incidiera en la relación de los cuatro.
En busca de su salvación Katherine llega a Francia para caer en las manos del Instituto de carácter paranormal de Fontainebleau y el culto de Gurdieff quien la aloja en su comuna y manda a París a su amiga Ida separándolas en sus últimos días.
Katherine entra en una especie de éxtasis que la hacer ver la tierra y la humanidad con fantástica alegría. Su último proyecto esbozado en voz alta es aprovechar la cámara fotográfica que habrían sido sus ojos que “verían la vida distinta y luego la harían distinta”. Sin percatarse que esto era justamente lo que había hecho su propia escritura.
El 9 de enero por la noche, Creo …que voy a morir, musitó luego de sentir en su boca el sabor de la sangre que se le escapaba. Murry corrió a pedir ayuda y a telegrafiar a Ida pero ya era tarde. Por supuesto se quedó con los derechos de toda su obra que fue publicando día a día mientras escribía su obra que nunca alcanzó ninguna fama.