Tengo ante mí, y es lo que me impulsa a presentar a Judith Leyster (1609-1660), dos pinturas, La encajera, el famoso cuadro de Vermeer de 1667, y Mujer cosiendo a la luz de una vela, de Leyster de 1635, la cual se adelanta a aquel y logra una pintura de la misma o mayor excelencia. Ambas obras, propias de una época en donde se exaltaban las tareas domésticas a la par de los descubrimientos científicos, del mismo modo que las y los artistas se inclinaban por la pintura de flores y plantas. Puesto que todo lo minucioso encantaba a esta sociedad del siglo XVII.
Hallamos pues paciencia y agudeza en el modo de plasmar sus trazos por parte de los plásticos. Sin embargo, más allá de esto, la acentuación en la figura de la mujer hilando, de manera simbólica exalta la condición de la mujer de su casa, la utilidad doméstica de su hacer, vale decir, su rol social y familiar. Pareciera que no es esto lo que le interesa a Judith.
Sin ser ajena a esta valoración, no obstante, su cuadro de 1631 Hombre ofreciendo dinero a una mujer joven, incluye en esa figura atenta a su bordado tal como la vemos en la que he nombrado anteriormente, Mujer cosiendo… la presencia de un hombre a su costado, quien le ofrece dinero: domesticidad y sexo, sexo e hilandera. ¿Hogar y libertinaje? No, Judith nos advierte de su marco histórico en donde la virtud doméstica puede ser seducida por un hombre para que rechace su condición moral de mujer de hogar y poner de relieve que toda mujer puede ser una tentadora, aunque la estén tentando a ella. Solo 30 años después Vermeer y otros pintores de su talla retomarán el tema de Judith Leyster. Convirtiéndose así en una mirada pictórica, la suya, de un cariz y una falta de convencionalidad, sumamente curiosas.
Pero asombrosamente nunca nadie reparó en ella. Veo sus cuadros, sobre todo Retrato de hombre o Joven con jarra y muchos, muchos más, y me quedo extasiada ante su virtuosismo y su sensibilidad para captar los rostros, los gestos, la humanidad de sus contemporáneos, hasta toparme con la noticia (que no viene en los libros de arte que consulté) que su obra ¡hasta el siglo XIX! fue adjudicada a Frans Hals, uno de los más grandes pintores de la escuela holandesa o a su marido Jan Moleaner.
Nació en Holanda en un pueblo septentrional de los Países Bajos, en el seno de una familia de comerciantes donde fue la octava hija. Con una inclinación innata para el lápiz y el pincel, no me cabe la menor duda, pensó en ayudar a su familia, cuando ésta cayó en la pobreza con sus telas. Y lo hizo, pronto fue conocida en su ciudad. Luego de su primer trabajo público en 1629, a los 24 años entra al Gremio de artistas de su ciudad, Haarlem.
Su autorretrato ya en la madurez de su arte, ofrece asimismo otra novedad, deja de ser solemne y rígido para ablandarse en líneas, en el movimiento en escorzo y la mano en el aire en pleno suspenso, mientras el rostro duda entre la risa y la seriedad. La solemnidad del autorretrato clásico se va al diablo. Una verdadera maravilla.
En cuanto a su vida íntima, su esposo debió estar muy inquieto con su talento, puesto que él siempre fue un pintor mediocre y acaso sea por ello que se alzó con la fama de ella, a su muerte. Por su parte Judith pareciera haber agotado su impulso creativo con el casamiento y los cinco hijos que hubo de parir, de los cuales solo sobrevivieron tres hasta edad adulta. Ella muere a los 50 años.
Fue reconocida mientras vivió; como he aclarado más arriba, su obra se pierde después de su desaparición. Reaparece en 1893 cuando se descubre, aparentemente gracias a su rúbrica muy singular, que en realidad no se trataba de un cuadro de Frans Hals, sino de su autoría. Por supuesto en cuanto se pudo comprobar que era la obra de una mujer llamada Leyster cayó su precio hasta prácticamente no valer nada, y museos y especialistas renegaron de ella y de la tela.
Atrapada en su condición femenina, creo yo, lo que se repitió de allí en adelante fue que se trataba de una vulgar imitadora, y hasta plagiadora de la obra de Hals, cuya excelencia no podía ser comparada bajo ningún aspecto con la obra de tal advenediza de la pintura del siglo XVII como era esta mujer, esta Judith Leyster que nada tenía de creadora ni original.
Todavía no se ha hecho justicia plena con ella. Sin embargo, a lo largo del siglo XX y luego hasta nuestros días, como si fuera una niña que va creciendo poquito a poco, su plástica ha ido encontrando su lugar y comienza a ser apreciada no unánimemente, pero sí de forma creciente. Lo cual nos alegra mucho a sus congéneres, estas que somos buscando reivindicar las creaciones y los logros de tantas mujeres olvidadas a lo largo de la Historia.
Y aunque parezcamos obsesivas y monotemáticas, no podemos dejar de reflexionar una vez más que el mundo ha sido y es masculino, y todo lo que hemos hecho, solo con el enorme esfuerzo de muchas mujeres pensadoras, comienza a proyectar su Memoria contra el Olvido.