Tenemos incertidumbre frente a muchas de las cosas que nos importan en la vida, como nuestro ingreso. Y quisiéramos ver con más claridad, para estar mejor preparados. ¿Qué tipo de vida tendremos tras el confinamiento? The Economist hace esta semana un esfuerzo inteligente e informado para bosquejar ese futuro, titulado “La economía del 90 por ciento”. A ese ritmo estarán funcionando las economías de todos los países. “En muchas cosas, el 90 por ciento es algo bueno”, dice el semanario. “En la economía es algo miserable”.
El ejemplo de China nos ayuda a entrever la vida tras el confinamiento. Está lejos de ser normal. El uso del metro en las ciudades es un tercio por debajo de la norma; el gasto en restaurantes bajó 40 por ciento, el gasto en hoteles 70 por ciento; la gente está desgastada por la caída de su ingreso, vive con miedo de otro brote de covid-19; las quiebras de los negocios aumentan, el desempleo gira en torno a 20 por ciento (una de cada cinco personas no tiene trabajo).
“El desconfinamiento es un proceso, no un evento”, afirma The Economist. Incluso cuando pasa lo peor, las cosas empiezan a mejorar muy poco a poco. La tasa de mortalidad sigue siendo alta, persiste la incertidumbre sobre la posibilidad de una recaída, por lo que la gente mantiene un grado de distanciamiento social (así será mientras no haya una vacuna, y no la habrá en por lo menos dos años). Todo esto inevitablemente inhibe a los que temen la enfermedad. Así, por ejemplo, los estadunidenses, a pesar de comenzar a ser reabiertos sus estados, no han vuelto como antes a los centros comerciales; la mayoría de los alemanes no acudió a las tiendas cuando fueron abiertas; los daneses cortaron 80 por ciento sus gastos en viajes y entretenimiento, tanto como los suecos, por cierto, a pesar de que su economía no fue nunca cerrada por el gobierno.
El desempleo será alto en todo el mundo, en parte porque muchos de los sectores más golpeados por la pandemia (industrias como la automotriz, servicios como el turismo) emplean un número elevado de trabajadores, que han sido despedidos. El trabajo informal, a su vez, será difícil de obtener, pues la inversión permanecerá baja, no solo porque la gente querrá conservar su dinero en efectivo, sino porque será adversa a tomar riesgos.
Habrá malestar y enojo en el mundo al constatar que una parte desproporcionada de la carga cayó sobre la gente común y corriente. Mucho más malestar y enojo que tras la crisis de 2007-2009. Mucho más sufrimiento. Esto puede facilitar el empuje de reformas que reconfiguren el contrato social en favor de los excluidos. Tal vez la pandemia fortalezca un sentido de solidaridad, nacional y global. Tal vez el éxito frente a la emergencia que tuvieron los gobiernos con instituciones fuertes (como Alemania) haga resaltar el fracaso en los países donde bufones populistas al frente de sus gobiernos han socavado el profesionalismo y la destreza (como Estados Unidos). O tal vez no. Porque también es posible que la rabia que genere la crisis sea el alimento que nutra al proteccionismo, la xenofobia y el endurecimiento autoritario de los gobiernos, a una escala no vista en décadas. Nuestra responsabilidad, así, es grande, pues todo ello dependerá de lo que hagamos nosotros mismos.
Investigador de la UNAM (Cialc)
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