Política

La epidemia de 1833

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El 3 de mayo de 1833 apareció en Oaxaca, en el periódico El Día, una nota titulada así: Cholera Morbus. El periódico era publicado por el doctor Juan Nepomuceno Bolaños, catedrático de medicina en el Instituto de Ciencias y Artes. Su nota daba por primera vez la noticia de la epidemia que amenazaba al país. ¿Cuáles eran los signos que anunciaban la enfermedad? “Un abatimiento general, una afección de miedo, debilidad, ansia y una inquietud interior”, explicaba el periódico. ¿Y sus síntomas? “Evacuaciones y vómitos muy violentos”, abundaba. “Espasmos y contracciones en los dedos y los miembros”. Desde hacía más de un año, el gobierno de México había empezado a dictar medidas para impedir que llegara por mar a las costas del país el cólera que asolaba Europa, proveniente de Asia. Pero fue en vano. El cólera entró en junio por los puertos del Golfo, después del día de Corpus. En julio hacía ya estragos en la capital. Las calles estaban silenciosas y desiertas, los templos llenos de personas hincadas con los brazos en cruz. “En el interior de las casas todo eran fumigaciones, riegos de vinagre y cloruro”, recordaría el escritor Guillermo Prieto.

La epidemia llegó a la ciudad de Oaxaca. Hubo que habilitar hospitales y cementerios. El gobernador Ramón Ramírez de Aguilar asistía a las funciones de intercesión celebradas en la Catedral. Los infectados aguardaban en el interior de sus casas, pálidos y sudorosos, cubiertos a menudo por sábanas de lana. Era común darles a beber infusiones de sauco y yerbabuena, y hacerles friegas con paños mojados en espíritu de alcanfor, o ponerles en la boca del estómago, decía un periódico, “cataplasmas de mostaza, levadura y vinagre, con polvo de cantáridas”. La enfermedad era contagiosa, por lo que quienes tenían contacto con los coléricos, puntualizaba, “evitarán en lo posible respirar las exhalaciones de sus cuerpos y untarán con aceite la cara, las manos y todas las partes descubiertas”.

En septiembre, los hospitales de la ciudad eran ya insuficientes: el de Belén, el de San Cosme y San Damián, incluso el de San Juan de Dios, que era el más grande de Oaxaca. La gente moría. Llegaron a ser tantos los cadáveres que fue necesario establecer turnos de noche para transportarlos hacia fuera de la ciudad. Los cuerpos eran llevados en carros tirados por mulas, que anunciaban su paso con una campanita. Iban apiñados unos sobre otros, amortajados con una sábana. Muchos eran arrojados a las fosas del panteón de San Miguel, al este de la ciudad, en los llanos de las canteras de Tepeaca. Los sepultureros habían dejado de trabajar, por lo que el gobierno tuvo que ordenar que sus labores fueran realizadas por los reos sentenciados en las cárceles, bajo la vigilancia de la tropa.

Juan Bautista Carriedo, testigo y cronista de los hechos, calcula que murieron en la ciudad de Oaxaca 2 mil 76 personas a causa del cólera de 1833. Oaxaca tenía entonces una población de 18 mil 118 habitantes (estimados por el licenciado José María Murguía y Galardi) o 17 mil 306 habitantes (calculados por el padre José Antonio Gay). En otras palabras, una de cada nueve personas dejó de existir en un puñado de meses. La población fue diezmada.

Investigador de la UNAM (Cialc)
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Carlos Tello Díaz
  • Carlos Tello Díaz
  • Narrador, ensayista y cronista. Estudió Filosofía y Letras en el Balliol College de la Universidad de Oxford, y Relaciones Internacionales en el Trinity College de la Universidad de Cambridge. Ha sido investigador y profesor en las universidades de Cambridge (1998), Harvard (2000) y La Sorbona. Obtuvo el Egerton Prize 1979 y la Medalla Alonso de León al Mérito Histórico. Premio Mazatlán de Literatura 2016 por Porfirio Díaz, su vida y su tiempo / Escribe todos los miércoles jueves su columna Carta de viaje
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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