Todos somos consumistas. Compramos productos que en realidad no necesitamos, que apenas nos gustan, que no sabíamos que existían. Consumimos sobre todo eso, productos. Pero también consumimos experiencias. Quienes buscan experiencias creen en los mitos del consumismo romántico. “El romanticismo nos dice que con el fin de sacar el máximo partido a nuestro potencial humano, hemos de tener tantas experiencias diferentes como podamos”, escribe Yuval Noah Harari. “El consumismo nos dice que para ser felices hemos de consumir tantos productos y servicios como sea posible”. Ambas cosas van bien juntas, pues las dos privilegian la variedad. “Su matrimonio ha dado origen al infinito mercado de experiencias, sobre el que se cimenta la moderna industria del turismo”, añade Harari. “La industria del turismo no vende billetes de avión ni habitaciones de hotel. Vende experiencias”. Esas experiencias, se supone, amplían nuestros horizontes y nos hacen más felices.
El montañismo se ha convertido en un objeto de consumo más. La semana pasada comenzó a circular una fotografía, difundida por la Agencia France Presse, que ilustra el extremo, cómico y trágico, al que ha llegado el consumismo romántico: una fila interminable de gente que hacía cola para subir a la cima del Everest. Con resultados trágicos: más de 10 personas han muerto ahí estos días, por un fallo multisistémico causado por fatiga extrema. No en un accidente, como el que ocurrió por estos mismos días de mayo en 1996, el tema del libro de Jon Krakauer, uno de los sobrevivientes, Into Thin Air: a Personal Account of the Mount Everest Disaster. Krakauer estaba en el Everest como corresponsal de la revista Outside, con el fin de escribir un reportaje sobre la comercialización de la montaña, la más alta del mundo. Formó parte de una expedición que promovía Adventure Consultants. Las características de los clientes eran muy diversas: algunos estaban capacitados para el ascenso, otros no. Rob Hall, el líder de la expedición, señaló las 2 de la tarde como la hora límite para alcanzar la cima. El que no hubiera llegado a esa hora, dijo, debía dar la vuelta y regresar. Pero no insistió mucho: él mismo llegó a la cima hacia las 4 de la tarde, tras otra expedición comercial dirigida por Scott Fischer. Una tormenta de nieve cayó esa tarde; a muchos de los rezagados los alcanzó cerca de la cima; la nieve cubrió las cuerdas fijas, borró la huella abierta durante la subida. Murieron los dos líderes de las expediciones y seis personas más. Pero los turistas siguieron llegando.
Frente a todos ellos aparece la imagen de George Mallory, vestido con botas de cuero y pantalón de tweed, y con una pipa, desaparecido el 8 de junio de 1924 cerca de la cumbre más alta de la Tierra, cuyo cuerpo sería descubierto (¿había muerto en el ascenso o en el descenso?) a fines del siglo XX. Aparece también la imagen de Edmund Hillary y Tenzing Norgay, que llegaron juntos a la cima el 29 de mayo de 1953. Mallory y Hillary, y Norgay, crecieron hasta colocarse a la altura de la montaña. Los consumistas románticos que suben hoy han degradado la montaña a la altura de sus necesidades, con base en frascos de oxígeno y kilómetros de cuerdas fijas.
¿Cuál es para mí la moraleja? Que el consumismo, incluso el más alto, el romántico, ha llegado a un grado que lo ha vuelto autodestructivo.
Investigador de la UNAM (Cialc)
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