El 5 de septiembre de 1821 el Ejército Trigarante estableció su cuartel general en Azcapotzalco, al noroeste de Ciudad de México. Aquel ejército, así llamado porque garantizaba la religión, la independencia y la unión de los mexicanos, estaba formado por 16 mil hombres, al mando del general Agustín de Iturbide. El 16 de septiembre, aniversario del inicio de la lucha por la independencia, Iturbide anunció la terminación de la guerra. En fin, el 27 de septiembre, día de su cumpleaños, entró en triunfo por la calle de San Francisco en Ciudad de México. Hubo discursos, banquetes, fiestas y desfiles para celebrar el acontecimiento, y hubo un Te Deum en la Catedral. Ese día, México consumó su Independencia. Pero los mexicanos, extrañamente, casi nunca, desde entonces, celebraron esa fecha, que marca de hecho el nacimiento de su país. ¿Por qué?
México tuvo varias historias oficiales —es decir, historias promovidas desde el poder— que compitieron en el siglo XIX. El país acababa de nacer, pero su historia todavía no estaba escrita. “Cuando la nación mexicana dejó de ser la Nueva España, no dejó de ser colonial”, escribió Justo Sierra. “El vínculo roto se retrajo, se contrajo, y el gobierno dejó de sernos exterior, pero la organización fue la misma”. En ese momento de nuestra historia, los mexicanos que formaban la elite del país estaban divididos respecto a la herencia que dejaba la Colonia. Unos pensaban que había que reivindicar y actualizar esa herencia, y legislar para tener leyes acordes con las costumbres y tradiciones de los mexicanos, que eran coloniales; otros juzgaban que había que romper con esa herencia, y legislar para tener leyes que, más que reflejar las creencias de los mexicanos, que eran en efecto coloniales, los educaran en ideales y valores que no tenían aún, con el propósito de transformar y modernizar a la nación. Los primeros fueron llamados conservadores; los segundos, liberales. Ambos tenían sus héroes y sus villanos, y leían con ojos muy distintos la gesta de la Independencia. Los liberales festejaban a Hidalgo, el autor del Grito de Dolores, el padre de la Patria; los conservadores celebraban a Iturbide, el creador de la bandera tricolor, el consumador de la Independencia, no a Hidalgo, líder de un movimiento, decían, “fecundo en sacrificios, en calamidades, en horrores de toda clase, pero estéril en su resultado”, en contraste con el de Iturbide, “enemigo de los insurgentes, amigo de la Independencia”.
Los liberales de la generación del 57 desafiaron el legado de la Colonia durante las guerras de la Reforma y el Imperio, en que derrotaron y desmantelaron aquel legado para construir en su lugar los cimientos de un país más justo y más libre, aunque también más individualista y menos solidario con las comunidades y los pueblos de México. Aquella generación canonizó a Miguel Hidalgo, quien fue encumbrado a costa de Iturbide. Las fiestas del centenario de la Independencia, celebradas en 1910, no lo ignoraron por competo: participó en el desfile de septiembre, aunque su nombre no fue incluido en la Columna de la Independencia. Las fiestas del bicentenario apenas lo mencionan, pero lo festejan sin nombrarlo porque, por primera vez, celebran la consumación de la Independencia.
Carlos Tello Díaz
Investigador de la UNAM (CIALC)