Uno va por la vida como si nada y en un instante la sorpresa viene al encuentro. Andaba en franca ingesta de tubérculo poblano en una de esas escasísimas tiendas de discos, cuando casi me voy de espaldas al chocar con la sección de box set. El sitio que otrora servía para mostrar los incunables, esas producciones limitadas y costosas que solían sacar algunos artistas o sus disqueras, ahora estaba poblada por artículos, igualmente limitados y costosos, pero de K-pop.
¿En qué momento cedió su lugar una colección de sencillos de Los Beatles o alguna una rareza de Bunbury a la sensación mileniaca venida de Corea del Sur? Sepa la bola. Lo cierto es que ahí estaban los flamantes estuches con rostros joviales y artificiosamente listos para venderse a la chaviza. Es la inercia del mercado, me dije, sin querer dar demasiada atención a la incomodidad que generaba ver que la supervivencia en una tienda de discos en peligro de extinción se posaba en materiales para los cuales era totalmente ajeno.
E indiferente, desde luego. Porque si algo no estaba en mi radar era el mentado pop surcoreano. A partir de ahí reparé en el devenir de la industria musical. Y en el cambio en los hábitos de consumo de los melómanos. Cuán lejanos están esos tiempos en que las tiendas de discos (en plural) tenían en su oferta, además de las últimas tendencias del mainstream, los clásicos de toda la vida y las colecciones exclusivas para seducir a los más quisquillosos.
Tiempos en los que podía uno pasarse largo rato leyendo los créditos de las contraportadas o probar la valía de un disco escuchando en las estaciones con audífonos la probadita que se mostraba a manera de top ten. Ni qué decir de la emoción de encontrar el material largamente deseado o encargar alguna delicatessen sonora o audiovisual.
Así llegaron a mis manos hace tiempo las bandas sonoras de El Club de la Pelea y Alta fidelidad. Y aunque no reniego del comercio electrónico, hoy día uno de los últimos bastiones para conseguir discos que valgan la pena en formato físico, nunca será lo mismo a tenerlos en proximidad.
A partir de andanzas virtuales y desde España pude hacerme del box set de la primera gira de Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina, que jamás vio la luz en el mercado tenochca como no fuera en edición reducida y tropicalizada. También de geografías ibéricas llegó el disco Aviones, del dueto Pereza, que no recuerdo haber visto alguna vez en el México mágico y musical. Y de Argentina vino en formato quíntuple El Salmón, aquel celebérrimo material del infatigable y prolífico Andrés Calamaro.
Es cierto, la industria de la música ha cambiado en más de un sentido. No digo para bien o para mal, pero sí para orillarnos a nuevos modos de consumirla. Lo cual, desde luego, no exime de la sorpresa, con susto incluido, de dar con boy bands de coreanitos que ilusionan los cándidos corazones.
Carlos Gutiérrez