Cultura

Los símbolos de la matraca

Escribo estas líneas con el espíritu dislocado. Decidí recetarme la semifinal de los olímpicos entre el Tricolor y la Verdeamarela en vivo y sé que la desvelada me pasará factura los siguientes 17 días. Ya no está uno para esos trotes, lo sé porque me estuvo doliendo la cabeza los primeros quince o veinte minutos de un partido que se jugó a las infames tres de la mañana.

Alguien que practica el deporte extremo de trasnochar para saber lo que ocurre con un puñado de coterráneos pateando un balón del otro lado del mundo debería preocupar por su estabilidad mental. Y entiendo que además de este fulano austral hubo muchos más que sucumbieron a la tentación de ver al seleccionado nacional con el deseo de pasarle por encima a los sudamericanos.

Preguntarse qué lleva a alguien a sacrificar preciosas horas de sueño en pos del disfrute de la gloria ajena equivale a cuestionar a quien mira un programa de cocina y se le despierta el antojo sin pretender siquiera mover un dedo ni un sartén. Probablemente interviene el placer de la expectación, de esa actitud lúdica desde cuya pasividad se mira mejor (y con más seguridad) el mundo.

Pero además tiene el tufo de la afición, sentido de pertenencia por el cual basta con que un ente se haya suscrito en la misma nacionalidad que uno para que tenga lugar el milagro de la empatía. Esa que dura en tanto la competencia no haya finalizado y existan probabilidades, aunque remotas, de alzarse con el triunfo.

Por eso revierten importancia los juegos olímpicos y los mundiales de fútbol, sin dejar de lado cualquier otra competencia local o regional, independientemente del deporte del que se trate. Porque refleja la necesidad de mirarse en el otro, ya por simpatía, como ocurre con empresas particulares que a manera de equipos se hacen merecedoras de la hinchada, ya por la fiesta del nacionalismo.

Y si cualquier individuo está en condiciones de hacer el sacrificio necesario con tal de seguir a los protagonistas de las mitologías contemporáneas, la factura a pagar por los semidioses temporales es alta, pues las esperanzas de un pueblo están cifradas en el nivel de su esfuerzo y el improbable éxito. Más aún si el juego incluye símbolos identitarios.

Eso explica el malestar por el desdén que sugiere haber abandonado en la basura los uniformes del colectivo azteca de softbol. Y también la desazón por un resultado adverso como el de la madrugada, que ha llevado a tantos a perderla mirando una edición más de la epopeya por ganar contra la costumbre. En una de esas, como en Londres, se da lo que solo en sueños pasaba.

Paradójico que se evite dormir prefiriendo evocar la experiencia onírica despiertos. Sobre todo, cuando se celebra la afición por un equipo que, si bien tiene los colores mexicanos y el nombre del país, representa exclusivamente el nivel del deporte por el que está compitiendo. Eso y nada más.


Carlos Gutiérrez

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@fulanoaustral

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