Los hábitos son difíciles de quitar, dice una canción de Dave Stewart y Mick Jagger. Basta que el cuerpo o la mente adquieran gusto por algo para que a todo se lo lleve el pintor. Durante años cultivé el sutil arte de detestar la historia, bajo el argumento de ser aburrida. La realidad es que una mala pasada escolar me había dejado secuelas. Era la edad de la punzada, en la que uno apenas comprende el sentido de casi nada, y una clase sobre el devenir del México prehispánico y colonial me sacó canas verdes.
No era para menos, la cabeza en un sitio distinto de donde debía estar, las hormonas en franca combustión y una suerte de rebeldía trasnochada confabularon para sufrir lo indecible buscando acreditar la asignatura. Odié la historia tanto como renegaba de quien habló durante un semestre de mexicas, chinampas, frailes y misiones.
Con el paso de los años comprendí que no solo me había buscado el trago amargo, sino que ahora, en mi papel docente, abominaba el comportamiento que siendo asquerosamente joven había mostrado. Lo que trajo consigo el reconocimiento de la pedagoga que me padeció, de su obsesión por el rigor metodológico en el estudio de la historia y hasta de la acidez de su humor.
Ahora que se le ha venido la noche triste a este México convulso, recuerdo aquella anécdota y pienso en el bien que nos harían unas buenas lecciones traídas desde el pasado. De esas desprovistas de maniqueísmos y perversas intenciones políticas. En especial con la coyuntura de los dichosos 500 años de resistencia indígena, como han querido llamar a la conmemoración del 13 de agosto de 1521.
Más allá de la ridícula idea de la maqueta del Tempo Mayor en el Zócalo y de la negligencia atroz de convocar a la gran masa a su inauguración en tiempos de tercera ola pandémica, resulta ofensivo el empleo a conveniencia de los hechos de ayer. Tanto como condenar desde el presente y exigir disculpas por los agravios a los pueblos originarios de este lado del charco.
Cierto es que la brecha desigual sigue presente y es herencia, entre muchas otras cosas, de condiciones gestadas en el pasado, pero de ahí a culpar de todos los males a los ibéricos y divinizar el sentido prehispánico hay un abismo.
También es verdad que el tema se vuelve útil para ir en pos de causas que validen la pretenciosa transformación de cuarta, cuya mayor fortaleza reside no en la capacidad para convocar a la unidad, sino en el antagonismo que fomenta su virulencia. Ni qué decir de la limitada capacidad de análisis de una realidad que busca sacar ventaja desde la ignorancia, en vez de fomentar el sentido crítico.
Afortunadamente han salido al paso especialistas que en verdad saben del asunto y cuya voz resuena por la trascendencia de su trabajo. Sería fantástico desmitificar el ayer y de paso el presente, que está tan lleno de entes buscando pasarse de vivos.
Carlos Gutiérrez
@fulanoaustral