Cuando decimos inseguridad pública ponemos en un solo contenedor un sentimiento social, lo llamamos percepción, y experiencias individuales; la primera se nutre de las segundas, pero no únicamente, la percepción de inseguridad se fertiliza con la desconfianza en las autoridades y con la individualización que el modelo económico que nos rige trae aparejada, la que nos empuja puertas adentro, a nuestra intimidad, y nos susurra, tenazmente: cada cual con sus problemas, el otro, los otros son el reservorio de anécdotas sobre crímenes que alimentan el sentimiento generalizado de que vivimos en peligro; pero asimismo, algunos de los otros son los sospechosos de ser los malos, porque se visten de cierto modo, su facha es inconfundible y hay que evitarlos tanto como podamos.
Valido de la introducción previa, confieso una de esas vergüenzas que acumulamos asiduamente azuzados por los prejuicios y porque no hay gobierno que provea la seguridad que necesitamos, así que más vale que cada quien tome sus providencias, las que tenga al alcance. Miércoles, cerca de la Minerva, diez de la noche; momento de decisión: caminar a mi destino, no más de quince minutos, el clima es agradable y Guadalajara, a pesar de todo, sigue siendo disfrutable; aunque arredra una cualidad del alumbrado público: es azaroso, predomina una oscuridad que desde el rol de automovilistas es distinta a cuando tenemos que sortear obstáculos a pie, en la banqueta. Unos metros más allá hay una parada de camión nueva, frente a la escuela de música sacra; un joven está sentado en la banca de aluminio, a su lado tiene un bulto; de pronto se levanta, voltea al arroyo de la avenida López Mateos y vuelve a sentarse, gira la cabeza, me mira, algo trama, me parece. Delgado, muy delgado, pantalones de mezclilla untados a las piernas, camiseta, trae puesta una gorra, la visera no apunta al frente, a un lado. Me acerco, lo veo y pienso, buscaré un taxi; ahora sí me ve de frente, durante unos segundos. Quizás mis dudas son muy evidentes, a pesar de la penumbra, ya no puedo echarme para atrás. Se levanta y se aproxima. Perdone, dice, ¿sabe si por aquí pasa el camión que va a Zapopan? Sí, respondo. ¿Y a esta hora, todavía pasará? Eso si no sé, contesto; lo que sí sé, añado, es que es una ruta que incluso en el día es impredecible.
Me relajé, él también; sí, estaba tan nervioso como yo, o más. Si al verlo dejé que mis prejuicios tomaron el control, él tenía los suyos a la mano. Nos despedimos: buenas noches, suerte. Seguí mi camino y una vergüenza que no ha cesado me inundó: si en esos segundos de miedo hubiera tenido el poder para dictar sentencia, habría condenado al joven por su apariencia, por mi urgencia de sentirme seguro y porque, como solemos decir, más vale; compendio con el que hemos conseguido hacer de la sociedad un archipiélago, cada isla hace lo suyo para sí misma, el resto son enemigos potenciales.
Qué difícil será reparar lo que hemos roto, la confianza y el deseo de habitar en una sociedad. Es penoso que tengamos inoculados clichés para catalogar a los demás, que estemos seguros de cómo lucen los malos, lo que de paso implica que conocemos la pinta de los buenos, y cómo no: son como nosotros; además, la atmósfera de violencia en la que nos impusieron vivir y convivir no está como para hacer concesiones por espejismos como construir comunidad. Lo relevante en estos momentos es que, si nos roban, que no nos golpeen; si nos golpean, que no nos maten o que no nos desaparezcan, esa especie de limbo tan presente en el que están tantos: muerte con duelo incesante, muerte sin muertos.
Ahora que tanto bien intencionado, también mujeres, recorren el estado y el país proponiendo lo que harán para mejor gobernar, conviene hacerles saber de una manera útil para medir los efectos de un buen gobierno, que, por ejemplo, no tengamos miedo a la oscuridad en las calles, tampoco a las personas, las que sean, con las que nos topemos.