El derecho de las personas a expresar con total libertad sus opiniones respecto de la vida pública del país, sus instituciones y sus gobernantes es la piedra angular de la existencia misma de las sociedades democráticas. La libertad de expresión tiene, en nuestro sistema constitucional, una posición preferente que alcanza su máximo nivel de protección cuando se trata de temas de interés público. Criticar, condenar, reprobar e incluso denostar a personas públicas e instituciones está dentro de los discursos que nuestra Constitución blinda de cualquier intento de acallamiento, porque forman parte del control que la ciudadanía ejerce sobre sus gobernantes.
La labor de los tribunales constitucionales no está exenta de ello. Por el contrario, en la medida en su legitimidad democrática no depende del resultado de las urnas, sino que descansa en la confianza que la ciudadanía deposite en ellos, debatir públicamente sobre su labor es de la mayor importancia.
Idealmente, el debate debería centrarse en los fallos. Los tribunales hablan a través de sus sentencias, por lo que el foco debería ponerse en los argumentos que las sustentan. La imparcialidad, la autonomía y la independencia judiciales no se demuestran dando la razón a una u otra parte, sino cuando los razonamientos en que descansa la sentencia son persuasivos, incluso para quien perdió.
Lo cierto,. Para quienes se oponen al gobierno actual, la Corte parece tener el deber de derrotar todas aquellas medidas que no les placen. La independencia se ha condicionado al sentido de los fallos y se ha pretendido instalar la idea de un poder judicial capturado, que ha abdicado de su función equilibradora. No solo se exige que la Corte resuelva en el sentido que desean, sino que lo haga en los tiempos políticos que les son convenientes. Cuando no obtienen lo que desean, automáticamente acusan parcialidad. Paradójicamente, cuando es del gobierno de donde provienen las críticas —lo que por cierto desarticula la narrativa de la captura—, exigen que salgamos a condenarlas por antidemocráticas.
Todo esto forma parte del repertorio de artilugios con los que se busca chantajear a los jueces y orillarlos a impartir una justicia militante. Pero desde hace algún tiempo se ha buscado instalar un discurso que sencillamente parte de una falsedad: se atribuye a la Corte y concretamente a su presidencia, una intención deliberada de detener los asuntos que son relevantes para el gobierno.
Este discurso parte de un desconocimiento de la forma de trabajo y los procesos internos de la Corte. Cada ministro o ministra es libre de dedicar a los asuntos el tiempo de estudio que la dificultad del caso amerite. Los tiempos de la Corte no son los tiempos de la política. Recibimos el año pasado 12 mil asuntos, de los cuales unos 3 mil 500 se resolvieron mediante sentencia y más de 9 mil mediante acuerdo. La gran mayoría de estos asuntos representan la última esperanza para las personas; la última oportunidad para salvaguardar su patrimonio, su libertad o su dignidad. Hacer de lado estos asuntos para ajustarse a una agenda política particular, sería una verdadera captura y sería, sobre todo, una injusticia.
La Corte está haciendo su trabajo con diligencia y responsabilidad, al margen del poder político y del poder mediático. Entiendo que la narrativa de una Corte sumisa pueda servir a ciertos intereses políticos, pero como cabeza del Poder Judicial federal es mi deber apuntar que tales críticas, cuando se sustentan en hechos falsos, afectan la legitimidad de la Corte y dañan profundamente la democracia. Es mi deber aclarar que son señalamientos sin sustento y de mala fe.
Como servidor público, debo tolerar la crítica y así lo he hecho siempre, hasta en los momentos más difíciles de mi carrera. Pero como presidente de la Corte me corresponde defender la integridad de la institución frente a los ataques que no buscan sino apropiarse de ella.
Arturo Zaldívar