México está sufriendo una crisis migratoria. Estados Unidos también, solo que por razones distintas. Es un juego de espejos: mientras Estados Unidos refuerza sus fronteras para evitar la entrada indocumentada de miles, México se los queda.
Esta crisis no nace de un día para otro, ni es puramente geográfica. Tiene raíces profundas en dos flujos incontrolables: por un lado, la llegada constante de migrantes de distintos rincones del mundo por países coladera en Sudamérica y el Caribe y, por el otro, las políticas migratorias anacrónicas, ineficaces, ineficientes y erradas de ambos países. Y al hablar de política migratoria, no me refiero sólo a las leyes, sino a toda la estructura administrativa, estratégica y conceptual que acompaña el fenómeno y en la que, al día de hoy, casi todo está mal.
Pero, en este juego, México es el país que más debería trabajar para que todo estuviera o bien o, al menos, lo mejor posible. De los dos países somos nosotros quienes enfrentamos una realidad migratoria más compleja. México es el segundo país emisor de migrantes más importante del mundo, pero también es receptor de migrantes de tránsito, retorno y destino, además de ser un país con altísimos niveles de migración y retorno internos. Ante este complejo panorama, la respuesta ha sido la misma durante décadas y sin importar el color de los gobiernos: revestir todo de un hipócrita manto de derechos humanos; apaciguar a los activistas a billetazos, para que sigan monetizando la tragedia humana; y finalmente optar por la solución policíaca, exacerbando así las contradicciones y agravando la situación. Todo esto remojado en una dulce cubierta de feroz corrupción.
En el fondo, lo primero que debemos preguntarnos es qué queremos y qué no queremos en materia migratoria, para de ahí definir una estrategia y una táctica. La política de dejar pasar migrantes por la frontera sur para luego olvidarnos de ellos hasta que están sufriendo en la frontera norte es una incongruencia humanitaria y humana. Encima se soborna la complacencia de las viciadas ONGs del sur, mientras se argumenta la falta de recursos para las del norte, que son las que terminan lidiando con el problema. Y ante Estados Unidos se finge acción, pero nunca se aborda el problema con firmeza, claridad y colaboración. Somos un desastre.
Por eso, nuestra crisis migratoria es en realidad la manifestación más triste de nuestras peores carencias como país. Nos falta calidad humana, honestidad y valor para ser mejores. La crisis real es, por lo tanto, una crisis moral, en la que oscuros e interminables intereses económicos pesan mucho más en las decisiones que la vida de millones de personas, ante la indecencia indolente de quienes podrían cambiar la realidad. Es la podrida y descomunal realidad que observa tu Sala de Consejo semanal.