La poca o nula credibilidad del Estado mexicano descansa en su condición de Estado ausente, débil y omiso. No podía ser de otra manera. Dejar crecer los problemas, ignorarlos irresponsablemente o atenderlos torpe o tímidamente, como ha sido su práctica histórica, tiene como consecuencia lógica que los ciudadanos descrean permanentemente de sus instituciones.
En materia de justicia, este fenómeno se presenta una y otra vez. La atención a cada caso que sacude e indigna a la población parece que tuviera como meta garantizar que la verdad nunca sea conocida o que, revelada, jamás sea creída.
Ayotzinapa y los asesinados de la Narvarte son dos claros ejemplos de ello. El primero, más dramático aún, encierra todas las señales de descomposición que hacen posible una tragedia de esas proporciones. Es decir, la posibilidad de que en México 43 jóvenes sean secuestrados por la propia policía de un municipio arropado por la "izquierda" y entregados a una banda criminal para su asesinato y posterior incineración.
El aparato de gobierno de Guerrero dejó crecer el poder mafioso de las autoridades municipales de Iguala, encabezadas por José Luis Abarca y su esposa, no menos activa en toda la corruptela que manejaban. Y las autoridades federales fueron incapaces de advertir el peligro que representaban y, desde luego, de contenerlos; o bien, y eso es lo más probable, sus representantes en Guerrero fueron corrompidos y hechos cómplices de un sinnúmero de atrocidades, incluidas las de aquella noche de Iguala, que por lo visto no habría podido tener lugar sin que se hicieran (al menos) de la vista gorda.
A sabiendas de la escasa credibilidad de las autoridades federales, algunos de los mismos que mandaron a los jóvenes en esos camiones al matadero, se apresuraron a construir algo que en este país, frente a la deficiente actuación del Estado, funciona mejor que cualquier investigación: una consigna. Y entró fácil en la cabeza de muchos que lo que quieren no es la verdad sino algo que suene a verdad contundente: "Fue el Estado". Y así sonó y así quedó en la masa que viene recreando el tema en las redes sociales y otros espacios.
¿Fue el Estado? No, es obvio que no, si nos ajustamos a todos los testimonios y más aún a las declaraciones de los numerosos detenidos. No, desde el punto de vista material e intelectual; no, desde la perspectiva de lo que podría representar un móvil, cual fuera éste. ¿Represión? ¿Cuál podría ser el interés del Estado mexicano en cometer un crimen que le ha costado no poco de su imagen dentro y fuera del país?
El puro sentido común podría concluir que no hay ningún motivo para suponer que las instituciones del gobierno federal pudieron tener algún motivo para asesinar o desaparecer a 43 muchachos que, en todo caso, eran en primera instancia opositores de quienes gobernaban el municipio perredista de Iguala.
Si bien este argumento no es útil para hacer reflexionar al coro que repite "fue el Estado", tampoco han servido los meses de investigación, los numerosos testimonios de quienes lograron escapar aquella noche fatídica, ni la declaración ministerial de decenas de detenidos, entre los que se hallan los autores intelectuales y materiales del crimen.
Por supuesto, a la poca credibilidad de la versión oficial le ha caído encima la incredulidad de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que "en veinte minutos" (como tituló Notivox la nota que daba cuenta de ello) tiró a la basura el trabajo de investigación y peritajes realizado por la Procuraduría General de la República.
A esa comisión, por lo visto, tampoco le gusta que entre los culpables no se identifique al Estado o que no se haya determinado un móvil político. Supongo que si se aprovecha su presencia y se le da a examinar el caso de la Narvarte, dicha comisión también descartaría las conclusiones preliminares de la procuraduría capitalina, que tampoco son muy "correctas" si nos atenemos a las expectativas de quienes desde el principio determinaron, sin ninguna prueba, que el del fotógrafo Rubén Espinosa fue un crimen con móviles políticos.
Tan irracional como criminalizar per se a las víctimas es convertirlas en mártires de alguna causa política. Y desgraciadamente, tanto en Ayotzinapa como en la Narvarte la tentación de politizar hasta el delirio los crímenes comprobados de bandas criminales dedicadas al narcotráfico ha resultado funesto para la búsqueda de la verdad.
Lo resumió muy bien Jorge Fernández Menéndez en una columna publicada la semana pasada en Excélsior: "No fue la política, fue la droga. No fue la represión ni la venganza política, fueron los narcos. No fueron los poderosos, por lo menos, no los de la política nacional, fueron políticos locales y sicarios, unos pobres diablos que con placas o sin ella, pero siempre con armas, matan en un ejercicio cotidiano de impunidad".
Se trata de una verdad incómoda, pero es a donde conducen todos los elementos dados a conocer públicamente. Pero está tan golpeada la credibilidad del Estado que él mismo se encarga de abrir más y más investigaciones que lo único que hacen es poner más y más en duda lo que se ha logrado, al punto de que, pese a haber detenidos en los dos casos (decenas, en el caso de Iguala), se siga hablando de impunidad. Ni hablar, el Estado mexicano seguirá siendo el sospechoso de siempre.