-A M. A. U.
Los recientes acontecimientos en Ucrania han puesto en la discusión pública la figura del diplomático. Cada vez más alejado del áurea misteriosa que lo acompañaba durante el Antiguo Régimen, el tránsito a la diplomacia democrática y pública de nuestros días no ha bastado para dejar de hacer del diplomático un funcionario tan admirado como repudiado. Pero estas emociones desbordadas, como sabemos, suelen originarse en la incomprensión de quienes, como anotó Montaigne, “tienen los ojos más grandes que el vientre, y más curiosidad que capacidad de entender”.
Jules Cambon, campeón de diplomáticos donde los haya, ya advertía “el desprecio indulgente” que despertaba la diplomacia entre el gran público. Comparte con la más repudiada de las profesiones —la del político— el desdén por la verdad en el lenguaje y la proclividad por la intriga y las maquinaciones. E incluso se revela peor: es, digamos, un político más afectado, artificioso al punto de la exasperación. No en balde Napoleón espetó a otro epítome del oficio, el príncipe de Talleyrand: “usted es un saco de mierda envuelto en una media de seda”.
Ante escenarios como el ucraniano, la diplomacia padece de un mayor descrédito. Se denuncia, por un lado, su impasibilidad frente al dictado de sus propios gobiernos; por el otro, indolencia frente a la crudeza de los enfrentamientos. He ahí el error: lo primero no es otra cosa que confundir política exterior con diplomacia; lo segundo, pedirle algo fuera de su jurisdicción. ¡Exigimos al César lo que no es del César y a Dios lo que no es de Dios!
Se leen también por ahí invectivas contra las Naciones Unidas por supuesta negligencia, apelando a un sentimentalismo siempre visto y no por ello menos profuso. “¿Qué han hecho las Naciones Unidas y otros organismos multilaterales para evitar el conflicto?” —se grita por aquí y por allá; lo cual no es otra cosa que tomar los síntomas por causas y las causas por efectos. El estado natural de las relaciones entre los Estados es el conflicto; y la paz perpetua, pese a lo que anheló Kant, es en el mejor de los casos momentánea. Naciones Unidas ha fallado, pero es nuestro deber asegurarnos de que no lo haga en el futuro.
Achacar cinismo a esta postura comportaría un error de apreciación: para encontrar salida a guerras cruentas como ésta —y a las cinco o diez más que, en estos momentos, azotan al mundo— se han de evitar con la misma severidad tanto el cinismo como el sentimentalismo. Hay que procurar, más bien, una tercera vía: la del realismo. “La paz —observó el mariscal soviético Boris Shaposhnikov— es la continuación del conflicto por otros medios”. La paz, pues, se construye; y, como toda construcción que valga la pena, es producto del trabajo y el compromiso diarios. Y para eso están Naciones Unidas y los diplomáticos: que yo sepa, por desgracia, no hay más.