En el frontón del templo de Apolo en Delfos yacía la inscripción “nada en demasía” (Μηδὲν άγαν). Era uno de los 147 preceptos atribuidos a los Siete Sabios de la Antigüedad ––Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Solón de Atenas, Bías de Priene, Cleóbulo de Lindos, Periandro de Corinto y Quilón de Esparta. De corta enunciación y larga conquista, estas frases guiaban a los hombres para alcanzar el buen vivir.
Como ha de suceder con las sentencias, su sentido es prístino. Y lo es todavía más cuando se piensa, por ejemplo, en cosas que tenemos por malas. Que el alcohol abundante sea pernicioso no llama a sorpresa a nadie. ¿Qué pasa, sin embargo, cuando nos acercamos a cosas que tomamos usualmente por beneficiosas? ¿Qué sucede con cuestiones como, por ejemplo, los sentimientos?
Los sentimientos son, dicho de manera muy apretada, el resultado de las emociones (procesos neurofisiológicos) una vez que pasan por la criba de la razón. Los sentimientos median entre nuestras reacciones orgánicas y el mundo. De ahí que sean susceptibles de verbalizarse. Nos explican el mundo y, a su vez, nos incrustan en él. Las emociones en dosis correcta, por definición, han de ser buenas.
Pero si volvemos a nuestros griegos, recordemos, el exceso de sentimientos será irremediablemente malo. En política ––alega Hanna Arendt en Sobre la violencia–– carecer de sentimientos redunda en “un fenómeno patológico”; su exceso, por el contrario, deviene en sentimentalismo. La judía alemana explica que el sentimentalismo es “una perversión del sentimiento”. Porque si todo nos afecta, nada termina realmente por afectarnos. ¡Y que viva Fuenteovejuna!
“Debemos distinguir ––advierte Vladimir Nabokov en sus Lecciones sobre literatura– entre “sentimental” y “sensible”. Un sentimental puede ser un perfecto bruto en su tiempo libre. Una persona sensible nunca es cruel. Sentimental era Rousseau, que distribuyó sus muchos hijos naturales en diversos hospicios y asilos y nunca dio un peso por ellos. Una señora sentimental puede ahorcar a su perico y envenenar a su sobrina. El político sentimental recuerda el Día de las Madres y destruye despiadadamente a sus rivales”.
Y concluye: “Stalin amaba a los bebés. Lenin sollozaba en la ópera, especialmente en La Traviata”. Acá, en el Trópico, somos más comedidos: frente a cualquier agravio, nos bastan una guitarra, dos o tres consignas y mucho corazón. Sí, señor.
Antonio Nájera Irigoyen