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El pasado 19 de enero, María Ángela —apenas una chica de 16 años— desapareció en un paradero de la Ciudad de México como muchas otras mujeres en este país. Dos días después se le halló en un camellón de Nezahualcóyotl, Estado de México. Algunos señalan que María Ángela presentaba signos de violencia; otros lo negaban firmemente y aducían que la joven se había ausentado de manera voluntaria. A medida en que los diarios compartían información, las redes sociales se inundaban de pronunciamientos que se pretendían tan ciertos como que el sol sale en el oriente.

Que periodistas se rehúsen, por presión de las redacciones y los tiempos del oficio, a verificar información antes de publicarla; que las autoridades, cualesquiera que éstas sean, privilegien la política sobre el acceso a la justicia; o que una turba de adictos, a tal o cual grupo político, renuncien a ejercer la inteligencia, en vista de defender sus muy particulares intereses: todas estas son prácticas trágicas, pero que acaso no sorprenden a nadie. Inquieta, no obstante, que personas supuestamente educadas e independientes participen en esta farsa colectiva donde la primera víctima no es otra que María Ángela y las miles de mujeres que jamás aparecen —y a las que, cuando lo hacen, se les revictimiza urbi et orbi.

Y afirmo que inquieta porque, pregunto, qué sucede en un país cuando su intelligentsia rehuye a lo que acaso debería ser su ejercicio natural: pensar. Julien Benda, que bien sabía de estas cosas, anotó en otras circunstancias sobre este abandono acaso tan terrible como el Dios a Job: el de los clérigos, guardianes de las verdades eternas, a sus laicos de la plaza pública. Desde luego que, en el siglo XXI, bastarían dos o tres artículos académicos para refutar algunos de los argumentos de Benda bajo diversas perspectivas salvo en una: nunca hay que confundir la necesidad con la verdad y la justicia.

Pero, por decirlo en palabras del propio pensador francés, “la sed por el resultado inmediato, la obsesión por dar en el blanco, el desprecio del argumento, la exageración del odio y la idea fija” de estos clérigos modernos los precipita irremediablemente al yerro. Y en el peor de los casos: a la infamia. Porque para defender lo indefendible hay múltiples razones: personales como la lealtad; prácticas como el dinero; y psicológicas como la susceptibilidad a la equivocación. Lo que bien no debemos perdonar, sin embargo, es a aquellos que —siguiendo de nueva cuenta a Benda— afirman que cargan consigo los intereses de la nación o de un determinado grupo de personas. En tal caso, redondea, “ya se está inevitablemente vencido”.

Y vencidos, en estos días, veo a muchos por doquier.

Antonio Nájera Irigoyen


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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