En el primer tomo de sus memorias, The White House Years, Henry Kissinger advierte en la víspera de su visita a China para reestablecer contactos con la República Popular: Estados Unidos no tiene amigos ni enemigos permanentes, sólo intereses.
Recuerdo lo anterior porque hace un par de semanas, la vocera de la Casa Blanca, Karine Jean-Pierre, ofreció una conferencia de prensa para compartir que el presidente Joe Biden emprenderá, el mes próximo, una gira de trabajo por Medio Oriente. En ella se reunirá con dos de sus socios estratégicos, Israel y Arabia Saudita, además de sostener otros encuentros multilaterales.
Los intereses estadounidenses en el subcontinente, en efecto, no son pocos. Y tanto Israel como Arabia Saudita son esenciales para conseguirlos: sin ellos, por ejemplo, resultaría imposible alcanzar un balance de poder frente a potencias regionales como Irán. Tampoco serían factible treguas como la alcanzada semanas atrás en Yemen tras siete años de guerra fratricida.
La declaración de Karine Jean-Pierre, sin embargo, tuvo lugar pocos días después de la celebración de la Cumbre de las Américas, donde ni Cuba ni Venezuela ni Nicaragua fueron convocados. Discutir las credenciales democráticas de estos países, la Carta Democrática Interamericana y la prerrogativa de los estados sede para invitar a tal o cual país a la Cumbre: todo eso es cosa que no me interesa. Quisiera destacar, más bien, otro aspecto de la decisión.
Estados Unidos juzga que alcanzar acuerdos con Israel y Arabia Saudita, modestos en su fomento a la democracia y en su registro de respeto a los derechos humanos, es necesario para alcanzar objetivos mayores. Y hay sabiduría en tal decisión. Por eso, me preocupa mucho la Declaración de Los Ángeles, frente a la apuesta de aislar del encuentro a tres países precisamente campeones en número de migrantes, refugiados y desplazados. Porque la Declaración de Los Ángeles no se ocupa sino de estos temas transnacionales y, sin ellos sentados en la mesa, no hay solución posible para nadie.
Cuando trascendieron los contactos de Kissinger con Zhou Enlai, los periódicos de la época censuraron a la administración Nixon. Para muchos era inaceptable que los Estados Unidos, el gran paladín del mundo libre, estableciera relaciones con la China de Mao, la misma de la Revolución Cultural y el Gran Salto Adelante. Por fortuna, aquella vez Nixon y compañía tuvieron claro cuál era el interés nacional. Hoy no lo sé.
Antonio Nájera Irigoyen