Hace un par de semanas, conversaba con una querida amiga sobre política. Ella alegaba que los políticos mexicanos figuran entre los más aviesos del mundo. Y citó presupuestos despilfarrados y tropelías diversas y hurtos comprobados que llenarían bibliotecas enteras. Una vez que mi amiga acabó su punto, me opuse con timidez a su sentencia. “Los políticos mexicanos —agregué— son tan aviesos en la misma medida que lo son los políticos de cualquier parte del mundo”. Mi respuesta, naturalmente, no mereció más que el desgano y el silencio de los ahí presentes.
Y no es que no estuviera de acuerdo con su sentencia. Bastaba recordar aquel ínclito político mexicano que, para júbilo de todos, decidió reservarse 15 de los 42 kilómetros del maratón de Berlín. “Vaya tramposo” —clamaba la mayoría—, al tiempo que los sentimentales de siempre lo achacaban, no sin orgullo, al famoso ingenio mexicano. Pero no hay ingenio mexicano de la misma manera en que no hay pulsión mexicana por la trampa o el embuste. Napoleón, cuenta Harold Nicolson en su magnífico libro sobre el Congreso de Viena, birlaba a su propia madre mientras jugaban a las cartas en la isla de Elba. Y el corso no era ni mexicano ni tabasqueño ni militante del Partido Revolucionario Institucional.
Considerar ciertos vicios como mexicanos no es sino otra forma de nacionalismo. Es el anverso de quienes rezan que “como México no hay dos”. Y así también lo creen, desde su propia ingenuidad, japoneses, argelinos y afganos. Pero no hay nuevo bajo el sol: ya Plutarco — refiere J. L. Borges en Otras inquisiciones— reía, hacia el siglo II, de quienes aseguraban que la luna de Atenas era mejor que la luna de Corinto.
Y nadie, sin embargo, está exento de esta peculiar manifestación del espíritu. Los seres humanos somos susceptibles de nacionalismo como de cualquier otro vicio. El mismo Borges, tan liberal en sus quejas de la argentinidad, anotó:
Nadie es la patria, pero todos lo somos.
Antonio Nájera