El repentino susto que sentimos cada vez que pasamos por la Glorieta de los Niños Héroes en Guadalajara dónde crece el número de fotos de personas desaparecidas, nos recuerda que la barbarie no sólo sigue sino que se ha instalado en la vida cotidiana y mantiene a miles de familias, amigos y conocidos de víctimas en el horror de la incertidumbre. La película Sin señas particulares de Fernanda Valadez que acaba de estrenarse en las salas de cine materializa este dolor en los personajes de tres madres de hijos desaparecidos y el de un joven mexicano deportado de Estados Unidos. Sin la sobre dramatización y violencia “realista” que caracteriza un buen número de películas “de narcos” recientes, Sin señas particulares capta los sucesos y las emociones de los personajes con pocos planos y un mínimo de diálogo y le encarga al espectador construir las historias y dramas humanos que provoca la desaparición de jóvenes mexicanos.
Sin señas particulares empieza con los sonidos de cocina al interior de una casita en el campo. A través del marco de la ventana se observa una figura que se acerca y detiene en el marco de puerta. Al quitarse capucha y gorro se revela el rostro de un adolescente que dice con voz firme: “Me voy a ir con Rigo. Su tío nos va a dar trabajo en Arizona”. El próximo plano muestra cómo dos adolescentes con bolsas de viaje se alejan por el campo y una voz de mujer comenta: “Se fueron una semana después. Pero ya pasaron dos meses. Lo último que supimos es que iban a tomar un camión”. A partir de ahí, Magdalena (Mercedes Hernández), la madre del adolescente Jesús que “se fue” con su amigo Rigo, emprende la búsqueda de su hijo. Con la misma austeridad de imágenes del inicio observamos cómo acude a la policía, viaja a la frontera, visita la línea de camiones, pasa la noche en un albergue para migrantes y se entrevista con un hombre que viajaba en el mismo camión que los jóvenes. Su camino se cruza con el de otras madres que buscan a sus hijos y con Miguel (David Illescas), un joven recién deportado de Estados Unidos, que regresa a su tierra y la encuentra ocupada por bandas criminales.
La historia de Magdalena, otras dos madres y el deportado Miguel, se entretejen en un relato que atrapa y duele por la urgencia de la búsqueda y el reconocimiento de la cantidad de casos similares. El filme encuentra imágenes que sintetizan momentos y emociones de la búsqueda. Muestran el miedo que se dibuja en el rostro de Magdalena cuando al circular por la carretera de noche, los faros de una pick up con música de banda se acercan por atrás; el peligro cuando encuentra bloqueado el camino con camionetas y hombres armados o cuando tiene que pedir permiso para pasar a una mujer con fusil. Los bellísimos planos de naturaleza - maizales, árboles y espigas –y los recuerdos de momentos felices, refuerzan la crudeza y barbarie que encuentra en su camino. El clímax puede interpretarse como metáfora o pesadilla. El viaje de búsqueda del hijo se convirtió en un viaje al infierno. Nos recuerda que los “desaparecidos” no desaparecieron por arte de magia. Los obligaron, secuestraron, mantienen presos o asesinaron. Sin señas particulares hiere pero es un relato tan necesario como las fotos de la Glorieta de los Niños Héroes.
Annemarie Meier