Cultura

Aftersun, atardecer y el carácter de la memoria

  • La pantalla del siglo
  • Aftersun, atardecer y el carácter de la memoria
  • Annemarie Meier

¿Cuándo niños conocíamos realmente a nuestros padres? ¿Sabíamos de sus preocupaciones, anhelos, un frustraciones y sueños? ¿Eso nos interesaban? Después de ver Aftersun, atardecer, opera prima de la escocesa Charlotte Wells (Edimburgo 1987), nos hacemos estas preguntas ya que la película observa una relación hija-padre de muy cerca y con mucha profundidad. Conocemos un buen número de películas que narran historias de padres e hijos pero muy pocas lo hacen con tanta sensibilidad, detalle y suspenso como Aftersun. Además, con un tono marcado por la nostalgia ya que la convivencia infantil de la protagonista con su padre fue hace veinte años y, según sugiere el filme, no se repitió.

La herramienta - y estrategia narrativa - con la que el filme permite revisar una época del pasado, es una vieja cámara de video que hilvana los distintos tiempos que construyen el relato. A Sophie (Celia Rowlson Hall), una mujer de treinta años, los videos la regresan a su niñez cuando, a los 11 años pasó unas vacaciones al lado de su padre Calum (Paul Mescal) en un lugar de playa en Turquía. Su padre se había separado de la familia y para la niña Sophie (Franki Corio) la experiencia de convivir con su padre día y noche se convirtió en una aventura intensa y profundamente importante. Por medio de las cintas de video Sophie recuerda el ambiente del hotel, las actividades, conversaciones y muchos momentos de acercamiento entre ella y su padre. Pero también recuerda gestos y palabras de distanciamiento del hombre que parece sufrir de un problema que ella no alcanza comprender.

La importancia del relato reside en la detallada observación de la rutina vacacional en el hotel. De día padre e hija van a la playa, toman el sol, juegan y platican. Por la noche cenan y asisten a las improvisadas competencias de canto, baile y música disco. Con su precisa descripción del ambiente y observación de gestos, miradas y acciones, el filme construye un sensible retablo de una relación padre-hija cargada de empatía, tensión y preocupación mutua. A sus 11 años Sophie es curiosa, observadora y bastante independiente. La niña aprovecha la cámara de video recién comprada para soprender a su padre con preguntas como: ¿Cuándo tú tenías 11 años, cómo te sentías? ¿Qué querrías ser en el futuro? ¿Porqué te despides de mi madre con “te quiero” si ya no vives con nosotros? Los ojos de la niña miran al padre con preocupación cuando hace movimientos de Tai Chi, baila en una discoteca y sufre por no tener el dinero de comprar una alfombra persa que le encanta. Por su lado, Calum está atrapado entre su rol de padre y fuertes ataques de depresión y tristeza. Su situación no sólo preocupa a su hija Sophie, también nos preocupa a los espectadores. Sabemos que el rol de padre no es fácil, sobre todo para un hombre que, como él, se siente fracasado. Pero al igual que a su hija, nos desconcierta su profunda depresión y los ataques de llanto. La realizadora nos deja con ese sentimiento de inquietud. Y hace bien ya que lo que importa es la manera como capta con sensibilidad, valor y una estética visual arriesgada, el carácter fragmentario e incierto de la memoria y los recuerdos.

Annemarie Meier

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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