El autocuidado y la auto exigencia nunca me parecieron tan opuestos como cuando pasé los veinte años.
Hay días que hasta lavar mi ropa resulta ser un lujo que mi auto exigencia laboral no me permite.
Empezar a ser una persona adulta joven en la época actual viene acompañada de estrés, competitividad y un constante discurso de que quien se cansa pierde.
Debemos reconocer que lo enseñado en las aulas (a las cuales solo algunas personas afortunadas pudimos tener acceso) fomentan la generación de un imaginario inexistente, contrastado con las posibilidades de alcanzar el estilo de vida deseado donde predominan estándares altos de desarrollo personal, profesional, familiar, social, etc.
El ser una veinteañera en pandemia es difícil, la cantidad de estrés que ocasionó en muchas personas fue abismal, algunas cumplían horarios inflexibles de trabajo mientras comenzaban a emprender, mantenían rutinas de ejercicio, asumían responsabilidades financieras y, sobre todo, buscaban alcanzar una estabilidad emocional.
Es digno de cuestionar el que en pleno 2021 el estar con tu familia, ver una película o convivir con amigos se volvió un lujo ya no solo económico, sino de tiempo.
Vivimos un mundo a prisas, corriendo y posteando en redes, y no tomamos un segundo para notar nuestro desgaste físico y mental.
Fuimos la generación de los extracurriculares y ahora somos la que tiene dos trabajos, emprendemos y “tratamos de llevar una vida saludable” en todos los aspectos.
Disfrazamos la auto exigencia de amor propio y empoderamiento, perdimos el sentido y disminuimos el valor a descansar o a decir que no necesitamos ayuda.
En el caso de las mujeres considero que como en todo hay factores que nos vulneran, para caer con mayor frecuencia en dichas prácticas, pues seguimos preservando el discurso de superación a base de esfuerzo y al estar la brecha de género tan marcado, debemos esforzarnos más y desgastarnos más.
Esto ya no solo es una exigencia social, se volvió personal.
