Ya estaban confrontados a muerte, por decirlo de alguna manera, cuando Dalí reconoció el ingenio de André Breton por dedicarle el anagrama “Avida Dollars” solo porque el pintor se instaló en Nueva York, que era la otra ciudad, además de París, a la que todo creador del siglo XX aspiraba.
Resurgió aquel lío entre los surrealistas cuando pensaba en uno de los suyos, también renegado, Tristan Tzara, quien se refugió en París como otro rumano, Emil Cioran, mientras que un paisano de ambos, Norman Manea, se fue a vivir desde hace décadas a la Gran Manzana.
—Usted, sin embargo —comento a otro rumano notable, candidato habitual al Premio Nobel, Mircea Cărtărescu—, vive en Bucarest. ¿No le atraen los reflectores del exterior?
—¿Cuál es la diferencia? No vivimos en ciudades, sino en nuestras propias mentes. Las ciudades no son reales, son estados de ánimo. Nunca me ha importado dónde he vivido. Para escribir tan solo necesito una puerta cerrada que me separe del universo que hay al otro lado y una taza de café encima de mi mesa. Nada más. Evidentemente uno se puede beneficiar de vivir en una gran ciudad donde reine la cultura porque puede establecer conexiones y estás más cerca de las editoriales, por lo que la probabilidad de éxito es mucho mayor. Pero escritor vas a ser el mismo en Bucarest, Ciudad de México o Nueva York. Ninguna ciudad tiene el poder de convertirte en un escritor mejor del que ya eres. He vivido en Ámsterdam, Berlín, Stuttgart, Viena y Budapest y en todas estas ciudades llevaba conmigo los cuadernos en los que escribo —siempre a mano—. Y en ningún momento me sentí que escribiese en cualquiera de estas ciudades mejor de lo que escribo en Bucarest. No pude establecer conexiones allí porque soy una persona que tiende a la reclusión y es por ello por lo que no obtuve grandes éxitos, pero me gustó lo que escribí y eso ya me es suficiente. No me siento particularmente conectado a ningún lugar, a ninguna ciudad.
Alfredo C. Villeda
@acvilleda