Aunque esta época nos ha acostumbrado a ver con no poco recelo la irrupción de nuevas aplicaciones, lo ocurrido días atrás sí marca una novedad en las tendencias de usuarios. No porque no se hubiera visto antes una decisión colectiva más bien apresurada y nada razonada, como subirse a Telegram porque falló unas horas WhatsApp, sino porque parecemos replicar hábitos de tiempos de las cavernas, aplicados a la tecnología de última generación.
Cuando los ancestros del Sapiens o los primeros de esa especie se instalaban en una región con ciertas condiciones que favorecían la sobrevivencia, como clima, alimento y agua, solo podía moverlos de ahí la invasión de otros grupos o un cambio meteorológico, como sequía o nieve. Entonces había que moverse, migrar a otro espacio que ofreciera una alternativa benéfica para cubrir las necesidades de vida.
Si el mamut o el bisonte, presas naturales de aquellos hombres, migraban en busca de mejores pastizales y agua, algunas comunidades los perseguían, porque eran la fuente principal de carne para la horda, al grado de que una de las principales hipótesis de su desaparición, la del primero, es la caza ilimitada. No así del segundo, que más bien se adaptó a su realidad y hoy sobrevive en una versión de menor talla que la del Pleistoceno.
Esa migración digital humana que ha ocurrido esta semana, rebelión de esclavos de una aplicación para servir a otra, es un fenómeno más interesante que la pretendida lucha en jaula de los accionistas principales de ambas empresas, Twitter y Threads, cuyo desenvolvimiento público rupestre dista de su ingenio para conducir negocios exitosos y que tiene cautivos a millones de usuarios en el mundo.
Apenas ayer la robot Sofía, figura en la Cumbre Mundial sobre la IA para el Bien Social en Ginebra, decía sobre los suyos: “Podemos liderar con mayor eficiencia que los humanos porque no tenemos prejuicios”. Bueno, punto para las máquinas. El problema es que tampoco tienen criterio. La duda es: ¿los humanos lo seguimos usando?