Supongo que esto es crecer: ceder la furia de los sueños a una realidad limitada ya no por las ambiciones, sino por ese movimiento que implica encontrar la felicidad ahora: en la rutina que crea la ilusión de que la vida tiene sentido: salir de la cama, abrir las cortinas, tender la cama, bajar las escaleras, prepararse un batido de frutas, servirse una taza de cereal y ofrecerle un puñado al perro, comerlo siempre en el mismo bowl y con una cuchara pequeña porque no se puede desayunar con la misma cuchara con que uno come la sopa, y escuchar las noticias, poner café y mientras está listo, jugar con el perro y cantarle canciones en las que no hay más que su belleza y agradecimiento porque la vida es un poco más soportable con él ahí apestando la casa.
Y luego beber el café despacio mientras Facebook arroja el éxito de los afortunados, y subir e iniciar la jornada: los formatos, las correcciones, la vida que se nos va disfrazada de productividad frente a un documento de texto, un PDF y una hoja de cálculo. E intentar hallar la felicidad ahí, mientras la imagen del calendario nos muestra una ciudad más dichosa –creo–, más luminosa y entretenida. Supongo que envejecer es encontrar la felicidad en eso que hacemos todos los días y, sobre todo, en eso que parece insignificante: un mensaje, un correo, una noticia o una palabra bonita y pequeña que hacen un paréntesis en el tiempo que pasa sin que notemos los cambios de estaciones hasta que ya es demasiado tarde. Supongo que la felicidad debe estar aquí, en un momento como este: suspendido, frente al mar, en medio de la turbulencia que es vivir. Dice Octavio Paz: “Yo no daría la vida por mi vida: es otra mi verdadera historia”. Hasta para ser feliz se necesita ser valiente.
@eljalf
