La semana pasada se celebró el XII Festival Internacional de Poesía Ignacio Rodríguez Galván, en Tizayuca, Hidalgo, un esfuerzo coordinado por el poeta Jorge Contreras. Resalto una frase al pie de los pendones que anunciaban el festival en la plaza principal: “La transformación también es cultural”. Llevar de vuelta la poesía a la plaza: sacarla de donde, según, se pudre y se convierte en mero objeto de estudio académico, para colocarla en un escenario donde pueda gozarse sin rigor ni pedantería. Junto a los poetas que recitaban, actuaban o gritaban sus creaciones, había chicxs haciendo skate, taxistas esperando pasaje, gente que iba del trabajo a su casa… Y a los poetas de Colombia, Cuba, Italia, España, Estados Unidos, México, se juntaba el performance de un chico que, con una bocina al hombro, caminaba a un costado de la carpa echando patadas y cantando Que soy un chavo de onda y me pasa el rocanrol.
Y la gente se acercaba, se sentaba, escuchaba a los poetas. Algunos aplaudían entusiasmados y hubo quienes se encontraron en las palabras de los escritores. Supongo que detrás de esa idea de “transformación cultural” –el summum del nuevo régimen– está la comunión que supone el arte, y especialmente la poesía: existir en un público que se enfrenta al asombro de una imagen desconcertante, como la de un foco que se traga la luz que ha emitido y con eso todas las imágenes del mundo, o al asombro de una mujer a la que los nazis le cortaron las manos y aún así encuentra el modo de escribir su historia con las manos de su nieta… la poesía verdaderamente interesante y original la están escribiendo las mujeres.
La segunda noche cerró con una mesa en la que participaron Natalia Toledo, de Juchitán; Cecilia Barón, de Monterrey, Indira Isel Cruz, de Colima, Rossana Camarena, de Guadalajara, y Lucía Navarro de La Habana… Se hicieron de la noche con una lectura diversa.
Alfonso Valencia
@eljalf