A veces sólo hace falta mirar las pequeñas cosas para encontrar un poco de belleza y felicidad: el regreso de los estetas parece estar a la vuelta de la esquina, ahora que toda experiencia más o menos gozosa se ha vuelto más o menos inalcanzable. Por ejemplo: cada concierto que anuncian –y al que todo mundo quiere ir porque vivimos sumergidos en ese perpetuo estímulo en el que convergen el gusto generalizado por lo que se masifica sin piedad y el anhelo de pertenecer a un ritual colectivo que siempre se presenta como histórico e irrepetible– es igual o más caro que el anterior.
Los espectáculos que antes eran considerados populares, como el futbol, son cada vez más caros, y sus momentos clave dejan fuera (o endeudados) a los fieles de verdad. Si a las clases trabajadores de nuestras generaciones se les negó el acceso a la propiedad y se les canceló el futuro de una jubilación decente, pareciera que también les quisieran arrebatar esos pequeños chispazos de felicidad que el capitalismo ofrece como panacea universal.
Los ultra ricos han relativizado tanto el dinero que ha perdido sentido, y las tendencias que entronizan el “viajar ligero”, el desapego material para favorecer el verdadero valor del espíritu humano, la cultura de los servicios que parecen ofrecernos toda la música, todas las películas, todo el entretenimiento a un costo “mínimo”, han provocado que no tengamos nada y estemos contentos con ello.
Bajo este esquema, los mismos de siempre acaparan no sólo el capital, sino las especulaciones que les permiten hacerse de pedazos enteros de ciudades para revender fracciones minúsculas a trabajadores que quedan prendados a deudas de por vida… y ese esquema parece ser el mismo que quieren copiar las grandes empresas de entretenimiento buena onda: ven a nuestro concierto carísimo, puedes pagarnos a 800 meses sin intereses.
Alfonso Valencia
@eljalf
