Hace dos semanas escribí sobre la “nueva normalidad” y la posibilidad que la realidad post-confinamiento planteaba respecto a las protestas y manifestaciones violentas contra los abusos del poder.
Tras los levantamientos alrededor del mundo contra regímenes autoritarios que han promovido la desigualdad durante décadas; tras el enfrentamiento de las mujeres contra un sistema indolente al enojo y la indignación por la violencia machista y los feminicidios y la impunidad de sus perpetradores; tras la rabia acumulada por años de sangre y sistemas incapaces de generar estrategias efectivas de impartición de justicia, el virus y su mecánica intrínseca de disolución de las reuniones masivas parecían ajustarse a la agenda del poder: el confinamiento, la disolución del espacio público como lugar de reunión y, sobretodo, el miedo al contagio, parecían poner en el horizonte nuevas formas de protesta menos efectistas.
Pero el asesinato de George Floyd por un agente de la policía de Minneapolis el 25 de mayo, disparó protestas masivas e incendiarias que se replicaron en muchas ciudades de Estados Unidos. La indignación, la rabia, la necesidad de evidenciar las fallas históricas de un sistema político y económico creado por y para la explotación y la segregación racial y económica, encontró en las súplicas de un hombre desarmado, sometido por un policía blanco, la síntesis de años (y siglos) de abuso y barbarie. El hecho de que la indignación y el coraje puedan más que el virus y el miedo, es la esperanzadora revelación de que ya no hay escenario en el pueda operar, sin consecuencias, el sistemático abuso del poderoso. El espacio público y su reciente asociación al virus y la muerte fueron tomados por la rabia. Y eso, espero, formará parte de la nueva normalidad: a pesar de todo y de la muerte no podrán someternos.
@eljalf