Ahora sabemos que los gatos son capaces de reconocer nuestra voz, aprenden nuestras rutinas y se abandonan a sí mismos cuando los desplazamos de esas certezas a las que los acostumbramos. Szymborskalo describe, precisa, cuando dice: “Morir, eso no se le hace a un gato”. Qué tristeza en la imagen del gato que espera a su dueña que jamás volverá: husmea, espera en la ventana, sabe que la mano que pone la comida en el plato no es la misma que lo hacía, y concluye: “Aquí había alguien que estaba y estaba, que de repente se fue, e insistentemente no está”. Y el gato de Szymborska, desamparado ante la fatale inexplicable e irremediable desaparición de su humana, no puede hacer nada más que dormir y esperar. Tal vez, en algún momento, comprenda que quien estaba y no está ya no estará nunca… y vuelva a vivir su vida de maullidos y carreras cortas como si nada.
O no: la cultura popular está llena de historias de mascotas que se niegan a separarse de los cadáveres de quienes representaron un centro en su existencia o que vuelven una y otra vez al lugar acostumbrado del encuentro con sus amos. Nos conmueven esas historias y las relacionamos con la fidelidad, con un estilo de amor desinteresado y honesto.
Pero, ¿qué pasa con la persona que se encuentra desamparada ante la pérdida de su mascota? También ahí hay una imagen triste y poderosa. Perder una mascota es perder algo de nuestras existencias. Y no se trata de una exageración, pues nos entregamos devotamente al cuidado de los animales con los que decidimos compartir espacios y momentos significativos de nuestras vidas: los volvemos parte del proceso de nuestro crecimiento y los convertimos en piedras de toque durante nuestras debacles. Nuestros perros, nuestros gatos, nuestras mascotas son nuestros confidentes, les hablamos y encontramos en su mirada la comprensión de nuestros problemas. Su pérdida es dolorosa y nos deja en un mundo más liviano y triste, sin ese diálogo idílico que muchas veces nos devuelve la paz y nos demuestra los límites inimaginables de nuestra propia bondad. Llorar la muerte de nuestros animales nos devuelve a la condición humana fundamental de la compasión y la desinteresada motivación detrás de eso que llamamos amor y que consideramos bello y verdadero.